El Estado colombiano ha tenido, históricamente, dos
mecanismos principales para despojar al campesinado de sus tierras: el crédito
extorsivo y la violencia, tanto oficial como paraoficial. Ahora, el gobierno
capitaneado por Juan Manuel Santos ha agregado un nuevo mecanismo a este
repertorio. Ese mecanismo es la utilización perversa de la legislación
sobre las víctimas. Éste consiste en quitar sus posesiones a pobres que,
supuestamente o en la realidad, se hayan beneficiado por acciones de la
insurgencia, y entregarlas al Fondo de Reparación de las Víctimas. Mientras
tanto se le quita a los pobres, no se ha tocado a uno sólo de los ganaderos
ricos y terratenientes que han acumulado más de 7 millones de hectáreas robadas
a sangre y fuego al campesinado durante las últimas tres décadas. Para estos
latifundistas y agroindustriales, el gobierno ha inventado el eufemismo de “ocupantes
de buena fe”. La buena fe, se sabe, es patrimonio de los ricos; los pobres
siempre actúan de mala fe.
Dos casos demuestran esta peligrosa tendencia. Por una
parte, está la situación de cerca de 280.000 hectáreas en partes de los llanos
del Yarí, San Vicente del Caguán y parte de Cartagena de Chairá (Meta y
Caquetá) que serían, según las autoridades, fincas de las FARC-EP, compradas o
adquiridas en territorios baldíos, actualmente en manos de testaferros
[1]. Con total desparpajo, la estridente periodista española Salud
Hernández, apologista del uribismo (y del paramilitar Carlos Castaño)
[2], ha distorsionado la realidad colombiana al punto de hacerla
irreconocible, afirmando, sin siquiera sonrojarse, que las FARC-EP, y no su
círculo de asociados políticos, serían los terratenientes más grandes de
Colombia
[3]. Esto, en un país en el cual, según el Censo Agropecuario, el
41% de las 113.000.000 de hectáreas censadas, se encuentran en manos del 0,4%
de los propietarios, mientras que el 70% de las Unidades de Producción
Agropecuaria tiene menos de 5 hectáreas, ocupando apenas el 5% del área censada
[4]. Con asombro, vimos un sensacionalista capítulo de “Los
Informantes” en el cual se hacía un “reportaje” sobre las supuestas fincas de
los insurgentes, así como la presunta utilización de indígenas en el área para
hacerse de territorios. En él, entrevistaron a burócratas de toda laya, pero
sin embargo, no se entrevistó a uno sólo de los propietarios afectados o a
personas de esas comunidades
[5]. Así de prolijo es el mediocre periodismo colombiano. Estas
tierras, curiosamente, están en territorios que han sido solicitados para prospección
petrolera
[6].
El segundo ejemplo lo constituye el caso que hoy viven los
vecinos del barrio Simón Bolívar en Planadas, Tolima, quienes fueron informados
en Junio, durante un operativo desproporcionado e intimidatorio por parte de la
DIJIN y de la Brigada Móvil 8 del Ejército, que sus viviendas serán incautadas
por las autoridades para “reparar a las víctimas”
[7]. El año 2000, según la Fiscalía, las FARC-EP habrían invadido
esos terrenos baldíos y dividido los lotes para repartirlos entre personas sin
vivienda, en su mayoría desplazados por el incremento de la violencia
paramilitar en esa región de Tolima. Sin embargo, las propiedades fueron
regularizadas el 2004, adjudicándose títulos de propiedad, llegando los
servicios públicos y construyéndose las viviendas sólidas con el esfuerzo
comunitario y con algún apoyo de la Fundación Carcafé. Hasta la fecha, las
familias de 24 viviendas han sufrido de “secuestro, embargo y suspensión del
poder dispositivo”, pero todas las 136 familias del barrio se encuentran
viviendo una auténtica pesadilla porque saben que quieren arrojarlos a todos a
la calle, incluidos los más de 300 niños que viven ahí. En las inmediaciones,
se está ampliando el aeropuerto militar y ya al barrio lo tienen convertido en
un ghetto enrejado. Cabe destacar que, debido al hecho que la mayoría
de los habitantes del barrio han sido desplazados, este nuevo hecho constituye
una re-victimización de esta población que se verá forzada nuevamente a
desplazarse.
Estas acciones por parte del gobierno representan, ante
todo, un simulacro de reparación cosmética donde, en realidad, no ha habido
nada. La política de víctimas del gobierno ha sido un fiasco estrepitoso y
mediante estas acciones, como siempre inclinadas exclusivamente hacia la
insurgencia, buscan dar la apariencia de acciones justicieras mientras la
injusticia sigue siendo la ley en todo el país. Esto representa, además, un
castigo en contra de personas que han vivido en zonas de control o influencia
guerrillera, en nada diferente a las doctrinas contra-insurgentes del pez y el
agua con los cuales se abusó de la población civil durante buena parte del
siglo XX y del XXI. No se puede ignorar la realidad del conflicto, ni que los
movimientos insurgentes han construido legitimidad en vastas zonas del país, en
muchos casos, desarrollando políticas sociales donde el Estado ha sido incapaz
o no le ha interesado hacerlo. Que sean las FARC-EP las que hayan garantizado
el derecho a la vivienda o a la tierra a sectores vulnerables, no es algo por
lo cual se deba criminalizar a la población. Esta situación revela, una vez
más, el nulo interés de Santos en solucionar las causas estructurales del
conflicto, así como la naturaleza mezquina y revanchista de la oligarquía
colombiana.
Lo más escandaloso del caso, es que el propio Santos se
apoya desvergonzadamente en lo discutido en el proceso de paz para avanzar en
la expropiación de campesinos. Según él, el Banco de Tierras contemplado
en los acuerdos parciales de La Habana, creado con el fin de reparar a las
víctimas del despojo, saldría de tierras que se incautarían en zonas de
influencia insurgente
[8]. Si así es como el Estado pretende interpretar mañosamente los
acuerdos del proceso de paz, entonces el post-conflicto sería un festín para
quienes se han enriquecido a manos llenas durante el conflicto, mientras que
los pobres vivirán una violencia y un despojo sin precedentes. De seguir así
las cosas, se vendría una paz a la guatemalteca, una paz más violenta que la
guerra. Si se va a sacar de los pobres para, supuestamente, reparar a las
víctimas, estamos entrando a un camino muy peligroso pero el cual es bien
conocido por el gobierno desde la época de la guerra del trapo rojo con el
trapo azul… el de poner a pobres contra pobres y reforzar esa guerra caníbal
entre los más necesitados. Mientras los pobres se matan entre ellos, los ricos
se hacen finalmente con las tierras y sus recursos naturales. A río revuelto,
ganancia de pescadores dicen por ahí.
Dejar pasar esto, cruzarse de brazos ante esta infamia,
tendría consecuencias terribles para la perspectiva de que el país pueda
superar, efectivamente, el actual conflicto social y armado. Hace rato que los
derechos humanos (o mejor dicho, una interpretación burda de éstos) vienen
siendo utilizados por el gobierno colombiano como un arma más de la guerra
contra-insurgente
[9]. Pero
esto es elevar esta doctrina a un nivel totalmente nuevo. La utilización
del discurso de las “víctimas” para seguir adelantando el despojo en zonas de
interés para el bloque dominante, es una de las cosas más graves que están
ocurriendo en estos momentos en Colombia. La Ley de Víctimas y de
Restitución de Tierras es una perversión del espíritu de todo lo que ha
reclamado el movimiento popular colombiano, la cual servirá para seguir
despojando, re-victimizando y desplazando a campesinos pobres, mientras que
sigue la acumulación de tierras y riquezas por parte de los latifundistas y la
élite dorada que rodea a Santos. Para esto, mejor sería no tener Ley de
Víctimas.
José Antonio Gutiérrez D.
1º de Septiembre, 2015