En los últimos años en Colombia se ha impuesto el término
víctima, para referirse a todos aquellos afectados de alguna forma por el
conflicto armado interno que ha vivido nuestro país en los últimos setenta
años. El vocablo se repite de manera mecánica por periodistas, académicos,
violentólogos -ahora convertidos en pazólogos- en momentos en que, al
vislumbrarse el fin del conflicto armado con las FARC-EP- se supone que es la
“hora de las víctimas”.
Por víctimas en Colombia suelen entenderse, en esa versión
cuasi-oficial que se ha impuesto, dos cosas: se denota con esa palabra a los
que han sido afectados por la acción de la insurgencia (porque prácticamente
ningún otro sector tendría responsabilidades en el conflicto ni produciría
“víctimas”), incluyendo a los miembros de las Fuerzas Armadas; y los que son
declarados como víctimas han sido transformados en seres pasivos y desprovistos
de cualquier proyecto alternativo de sociedad, se reducen a simples individuos
resignados, sin utopías ni ideales que expliquen sus acciones.
Se supone, con esa lógica, que la víctima es inocente, de
donde se deduce que no puede haber víctimas que sean “culpables”. Si se
entiende por ello a alguien que murió y sufrió por ser, a modo de ejemplo,
militante político o miembro de un grupo insurgente, no puede ser catalogado de
inocente. En el caso mencionado sería culpable y sobre él puede recaer no solo
el peso del terrorismo de Estado sino su desaparición de la historia y de la
memoria, ya que se atrevió a levantarse contra los poderosos. La rebelión como
derecho legítimo de los pueblos y de los seres humanos desaparece porque la
misma volvería culpables a quienes la llevan a la práctica.
La utilización genérica de la noción de víctima desfigura el
sentido de la rebelión y la lucha que se ha librado en Colombia. Por ello,
sería mejor hablar de "vencidos" y no de víctimas, si se tiene en
cuenta que los vencidos encarnan un proyecto, murieron y fueron torturados o
desaparecidos por representar ese proyecto, otro mundo por el que dieron su
vida. En ese sentido, no son víctimas, porque no fueron pasivos. Su lucha clama
por la solidaridad histórica e intergeneracional, por ese sentimiento fraternal
que es la compasión, que es algo diferente a la lastima. Con los vencidos
sentimos compasión y empatía, con las víctimas se experimenta lastima y
conmiseración. Las víctimas son inocentes , los vencidos son culpables , porque
han estado comprometidos con un ideal, el que han defendido, incluso con las armas
en la mano, sin avergonzarse. En el mejor de los casos, cuando mucho podríamos
hablar de “victimas responsables”, tal y como señala el sicólogo Gervasio
Noailles: “La víctima responsable puede dejar de ser víctima”.
Una clara recuperación del compromiso que asumen los que se
levantan contra el orden vigente y que son reprimidos brutalmente, se encuentra
en el texto Elogio de la culpa, escrito por Juan Gelman, poeta,
militante y luchador. En este texto, un testimonio sobre su joven hijo, que fue
asesinado y luego desaparecido por la última dictadura argentina, en 1976, se
afirma “ Mi hijo no era un "inocente". Le dolían la pobreza, la
ignorancia, el sufrimiento ajeno, la estupidez, la explotación de los
poderosos, la sumisión de los débiles. […] Hizo lo que pudo, callada,
humildemente. De todo eso fue "culpable". ¿Y no fue por eso víctima
de la dictadura militar? Repito la pregunta: ¿Hubo que ser "inocente"
para tener acceso a categoría de "víctima de la dictadura militar"?
Como en el ejemplo mencionado por Juan Gelman, la
victimización generalizada de estos días tiene la finalidad de negar el sentido
histórico de la rebelión, incluyendo su expresión armada, de campesinos,
indígenas, trabajadores, mujeres pobres, escondiendo las causas de sus luchas,
para convertirlas en seres pasivos y resignados, o en puros delincuentes cuyas
acciones no tendrían ninguna explicación lógica ni justificación de ningún
tipo. De esto se deriva que existe una diferencia fundamental entre la
responsabilidad política de una decisión, aunque haya conducido a una derrota,
y el ser víctima inocente de una maquinaria terrorífica, sin apuestas ni
proyectos. En el primer caso hay razones que explican la rebelión, para
oponerse a la injusticia, a la desigualdad, a la opresión y explotación. En el
segundo desaparecen las razones, como si el terrorismo de Estado fuera ciego y
no tuviera una explicación, lo cual da origen a un lenguaje sibilino que se ha
impuesto en Colombia, donde se habla de los “violentos” en abstracto o de la
acción de “fuerzas oscuras”.
Existe una gran distancia entre leer la historia de Colombia
a la luz de las víctimas y a la luz de los vencidos, puesto que en el primer
caso desaparece el escenario conflictivo de la estructura social para
convertirse en un decorado en el que no hay resistencias ni luchas, sino solo
masas anónimas, pasivas y silenciosas. En esa perspectiva, la historia se
reduce a una dicotomía perpetua entre víctimas y victimarios (sin ninguna
distinción de antagonismos de clase), lo que conduce a que las razones de la
muerte de los humildes y perseguidos sean incomprensibles, como si fueran
producto de una “violencia ciega” y sin nombre. El pasado visto así está
desprovisto de cualquier signo de utopía y esperanza, por parte de los que son
reducidos a su condición de “víctimas”.
Leer la historia desde la óptica de los vencidos supone algo
completamente distinto. Es recordar y recorrer la lucha consciente de sujetos
que buscaban su emancipación y la conquista de otro tipo de futuro, que se
aventuraron a enfrentar la opresión y la explotación, y por eso fueron
perseguidos con saña. Eso fue lo que hicieron los campesinos que se organizaron
en autodefensas para oponerse a la violencia estatal-conservadora que intentó
aniquilarlos en las décadas de 1940 y 1950, y de las que se desprenderían las
FARC y lo que también hicieron miles de colombianos de campos y ciudades que en
las décadas de 1970-1980 se movilizaron masivamente, y que en diversos
proyectos políticos (Unión Patriótica, A Luchar) y con la participación de
múltiples sujetos sociales (trabajadores, campesinos, indígenas,
afrodescendientes…) vislumbraron otra Colombia, que rebasara a la falsa
democracia, implantada finalmente a punta de motosierra a lo largo y ancho de
nuestro país.
El Colectivo (Medellín), No. 14, diciembre de 2016