Un reciente informe elaborado por Global Witness[1],
otorga a Colombia un nuevo récord macabro: es el segundo país líder en el
asesinato de ambientalistas en el mundo. Con 25 asesinados en el 2014,
solamente es superado por Brasil, con 29 asesinados. Con la diferencia que
Brasil tiene cerca de 200 millones de habitantes. Revisando las cifras per
cápita, Colombia solamente es superada por Honduras, país que sufrió el 2009 un
golpe de Estado, sumiéndola en el imperio de la fuerza bruta y la
arbitrariedad. Es decir, que entre los 206 países que existen en el mundo,
Colombia ocupa el segundo lugar en términos absolutos y relativos en el
asesinato a defensores del medio ambiente. Toda una proeza.
Esto no es casual: desde hace una década, se viene imponiendo, literalmente, a
sangre y fuego, un sistema de desarrollo profundamente insostenible, consagrado
en el Plan Nacional de Desarrollo del actual gobierno de Santos, basado en dos
pilares fundamentales: extractivismo y agro-negocios. Dos sectores de la
economía basados en un patrón de “acumulación por despojo” y, en el marco del
conflicto interno, ligados de manera inequívoca a la militarización, la
paramilitarización, y la violación de derechos humanos. Es sabido el vínculo
que ha habido entre el paramilitarismo y la expansión de la palma aceitera
desde finales de los ’90[2]. De la misma manera, el negocio
minero-extractivista también se encuentra untado de sangre. Durante la década
del 2000, el 80% de las violaciones a los derechos humanos y el 87% de los
desplazamientos en Colombia han ocurrido en regiones donde se desarrollan
megaproyectos de explotación minera; así mismo, el 78% de los atentados contra
sindicalistas fueron contra aquellos que trabajan en el área
minero-energética[3]. Un informe del CODHES, de Febrero del 2011, resumía esta
situación con meridiana claridad: “La fuerza pública protege la gran inversión
privada y los paramilitares evitan la protesta social y presionan el
desplazamiento”[4].
Uno de los más grandes éxitos de este gobierno, no ha sido ni en el combate a
la corrupción, ni en llevar la prometida prosperidad para todos a los hogares
colombianos; no, ha sido en las relaciones públicas. En vender la idea de que
Colombia ya ha entrado en el post-conflicto, que las violaciones sistemáticas y
masivas de los derechos humanos son cosa del pasado, así como el asesinato de
sindicalistas. Colombia es una democracia plena: ahí está la UP que ha
regresado de los muertos. Con una resolución jurídica se borra lo que hizo el
plomo. Colombia es un estado de derecho. Con algunos problemitas, pero ahí vamos.
La prueba –nos dicen- está en que hoy se asesina menos sindicalistas que a
finales de los ’90, cuando las AUC hacían y deshacían ante la mirada cómplice
de las autoridades. Pero las cifras absolutas dicen poco de la realidad que hoy
hay cuatro veces menos sindicalistas que matar en esa época, por la
desarticulación del sindicalismo por la fuerza del fusil y de las leyes del
mercado. La realidad hoy, sigue siendo igual de precaria y amenazante para los
trabajadores organizados.
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