Un nuevo episodio de brutalidad policial, la muerte del
joven afroestadunidense Freddie Gray una semana después de sufrir severos
maltratos físicos a manos de la policía de Baltimore, tiene a esa localidad de
Maryland en un estado de convulsión desde hace 10 días. Las protestas por el
hecho han crecido en forma sostenida y se tornaron violentas ayer tras el
funeral del muchacho. Con dos decenas de policías lesionados, más de 200
detenidos, edificios incendiados y comercios saqueados, las autoridades municipales
y estatales desplegaron a la Guardia Nacional e impusieron el toque de queda
generalizado en la ciudad, lo que significa que cualquier persona que circule
de noche por sus calles será detenida, salvo que se encuentre en una situación
de urgencia médica o se traslade a un centro de trabajo nocturno.
Lo que ocurre en Baltimore es sólo el más reciente capítulo de la violencia
racista que caracteriza a buena parte de las corporaciones policiales del país
vecino y que, en meses y años recientes, ha desembocado en homicidios que, por
regla general, permanecen impunes. Como se resumió en este mismo espacio el 9
de abril, sólo durante el año pasado hubo en diversos estados una decena de
homicidios policiales, cuyas víctimas fueron siete negros y tres mexicanos. El
caso más destacado por los medios y por las secuelas de confrontaciones
violentas fue el asesinato de Michael Brown, de Ferguson, Missouri, ocurrido en
agosto.
En todos los casos los asesinados se encontraban desarmados y no representaban
una amenaza relevante para sus homicidas, y por norma las corporaciones de
seguridad pública, cuando no las autoridades municipales y estatales, buscaron
encubrir y proteger a los asesinos. Es imposible, por lo demás, ignorar el
patrón racista y clasista que ha operado en todos los casos.
La exasperación de las comunidades negras se ha traducido en posteriores
estallidos de violencia e incluso en agresiones a agentes policiales. Sin
embargo, a pesar de la evidente crisis de derechos humanos por la que atraviesa
Estados Unidos, ni su presidente –el primer afroestadunidense en el cargo– ni
su clase política parecen cobrar conciencia de la gravedad de la circunstancia.
En esta violencia estructural de los cuerpos policiales contra los sectores más
pobres confluyen factores culturales, jurídicos, sociales y económicos que
deberán ser enfrentados y erradicados más temprano que tarde. De otra manera se
corre el riesgo de que los brotes de violencia, hasta ahora aislados, se
generalicen y desemboquen en escenarios de ingobernabilidad. Bien harían los
gobernantes y legisladores del país vecino en ocuparse más de lo que ocurre en
su propia casa y pontificar menos sobre los fallos de las garantías
individuales en otros países.
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