La llegada a Buenaventura deja de entrada un cierto
sentimiento de desazón. Da la sensación que todos los edificios están a punto
de caerse, enmohecidos, hongueados; a diferencia de otras partes de Colombia,
se respira la desconfianza y el miedo… la sensación de abandono es evidente. Es
increíble que la mayoría del comercio internacional de Colombia pase por ese
puerto, lo que señala ese carácter contradictorio del capitalismo, en el cual
inversión y despojo son términos indisociables. La miseria es un concepto
relativo y se hace más odiosa cuando más riqueza le rodea.
Lo que ocurre en Buenaventura, donde a diario aparecen cuerpos humanos
desmembrados flotando entre los manglares o esparcidos por las calles, no es
algo desconocido para las mayorías. De repente todo el mundo se ha puesto a
hablar de Buenaventura en Colombia. Con indignación se escriben notas
periodísticas y se transmiten programas sobre la desesperanzadora situación que
vive la ciudad en manos del flagelo paramilitar (hoy operando bajo los nombres
de Urabeños, Rastrojos, Empresa). Se ha puesto el grito en el cielo por el
horror de las “Casas de Pique”, verdaderas carnicerías para humanos, que todo
el mundo conoce y ve, menos la policía, el ejército y las autoridades. Pero el
trato que se da a la noticia, como siempre, es muy pobre, sensacionalista,
descontextualizado. En nada difiere del tratamiento que periódicamente reciben
otros escándalos humanitarios en Colombia. Un día los medios se indignan con
los falsos positivos, al siguiente con los desplazados, después la vaina es con
los feminicidios, patalean, acusan, se escandalizan y luego no pasa nada. Es
como si a través de la cobertura noticiosa mediocre se exorcizara al horror y
se calmara las conciencias, trivializando de paso el terror. Ahora el turno le
toca a Buenaventura.
Estos arranques espasmódicos noticiosos, como que buscaran concentrar todo el
terror que se vive en Colombia en un sólo punto, convertir al conflicto que
consume al país en un hecho puntual, aislado, identificable en el mapa. Pero la
realidad es que los descuartizamientos, que llevan el sello inconfundible del
paramilitarismo -que pasa de agache para todos menos para quienes padecen de
él-, ocurren en muchos puntos del país, donde coexisten los intereses
económicos con la (para)militarización. Lo realmente doloroso es que, con todo lo
excepcional que pueda parecer Buenaventura, no lo es tanto. Basta con mirar a
Soacha o a los Altos de Cazuca, para no alejarse mucho de la capital. O ver las
fotografías de las masacres de Medellín. El paramilitarismo se ha dedicado a
crear uno, dos, cien Buenaventuras en todo el territorio colombiano. Y lo han
hecho a punta de motosierra, machete y hacha, siempre con la mirada
complaciente de la llamada “fuerza pública”.
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