El otro día, pasando por fuera del local de una organización
de caridad acá en Dublín, ví un cartel que decía “Nuestra organización
seguirá apoyando a las víctimas de Israel y de Palestina en el actual
conflicto”. Comparto la opinión de quienes dicen que toda pérdida de vida
humana es lamentable: pero equiparar la tragedia de dos mil civiles palestinos
masacrados con uno ó dos civiles israelíes muertos en una guerra asimétrica
declarada por Israel sin ningún asidero en el derecho internacional, me parece un
abuso indignante. Equiparar las víctimas de una nación desarraigada, bloqueada,
despojada, empobrecida, con un par de ciudadanos respaldados por uno de los
Ejércitos más modernos del mundo y cuyas familias se beneficiarán de todo el
apoyo psicológico, económico y social del Estado de Israel, me parece
francamente obsceno. Es deshonesto, sino estúpido, pero constituye la narrativa
con la cual EEUU justifica los crímenes de lesa humanidad de su alfil en el
Medio Oriente. Porque cuando se trata de un conflicto donde las partes son tan
desiguales, tratar de igualarlas en el discurso es un recurso para dar mayor
preponderancia a las minorías poderosas.
Una situación parecida es la que tenemos con la manera en
que se está abordando el tema de víctimas que comienza a ser discutido en las
negociaciones de La Habana. La delegación de víctimas que llegó a La Habana[1],
“muy plural que representaba varios hechos victimizantes, varias regiones,
varios estratos sociales y víctimas de varios victimarios”, en palabras del
representante de la ONU en Colombia, Fabrizio Hochschild[2],
refleja ese desequilibrio. Representando a todas las víctimas por igual, se
pierde toda noción de representatividad en el conflicto colombiano, en el cual
la inmensa mayoría de las víctimas son pobres y han sido victimizadas por
agentes estatales o paraestatales. Se sigue así invisibilizando a la inmensa
mayoría de las víctimas de esa violencia masiva que han sufrido los pobres,
fundamentalmente en el campo, por parte del Estado con el propósito de aplastar
la rebelión. Con el discurso de los “victimarios” se dejan de lado las
responsabilidades políticas e históricas, así como la escala de las violencias
respectivas. Se nos dirá que es muy difícil mantener el equilibrio en estos
casos: pero ahí está la raíz del problema, y es que tal equilibrio entre
victimarios y violencias no existe. En el intento de crearlo artificialmente se
desfigura la realidad. Aún el mismo término “víctima” es utilizado de manera
bastante elástica en la narrativa oficial. Desde los medios se machaca que
todos somos víctimas, aunque claro, algunos somos más víctimas que otros. El
Estado es una víctima, en opinión de Álvaro Uribe, quien dice esto sin
sonrojarse, parodiando a Turbay Ayala cuando decía que él era el único
prisionero político en Colombia. El tema de víctimas da para todo y aunque sé
que se trata de un tema espinoso y sensible, creo necesario discutir en torno a
algunos problemas que obscurecen la real naturaleza del debate.
¿Qué entendemos por víctima?
Uno de los primeros problemas es la falta de definición en
torno a qué nos referimos con víctimas: ¿víctimas de violaciones al derecho
internacional humanitario o a las violaciones de derechos humanos? Hay una
tendencia a confundir de manera deliberada el DIH con los DDHH, tendencia que
ha ido de la mano con una tentativa de “privatizar” los DDHH e ignorar que es
responsabilidad suprema del Estado garantizarlos en función de su legitimidad
ante la sociedad. Incluso, los DDHH se han convertido en un ejercicio de
relaciones públicas a la vez que en arma de guerra: las oficinas de DDHH del
Ejército están ligadas a Operaciones Psicológicas. DIH y DDHH no son lo mismo y
su confusión no ayuda a esclarecer lo que está en juego. Una son las infracciones
de los actores en conflicto en el contexto de la confrontación armada[3].
Las violaciones a los derechos humanos son aquellas perpetradas por el Estado o
por su inacción, por agentes del Estado o por personas aliadas a él (ej.
paramilitares), que van directamente en contra de las provisiones estipuladas
en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Lo particularmente grave
de este último tipo de violaciones, es que no solamente victimizan la persona,
sino que degradan las nociones más esenciales que se tienen del ser humano en
la modernidad, así como también degradan el concepto de ciudadano en que se
fundamenta el Estado Moderno, que aunque se pueda argumentar que es una
ficción, representa una obligación para quienes ejercen el poder en la actual
sociedad. Las violaciones a los derechos humanos, insistimos, son hechas por el
Estado y al decretar a sectores de la sociedad como no-ciudadanos, preliminar a
su equiparación con no-humanos, abre las puertas al derecho a la rebelión
consagrado en el preámbulo de la Declaración de los Derechos Humanos. En esta
perspectiva, el surgimiento de los movimientos guerrilleros se ve en una luz
completamente diferente.
Otro problema es la perspectiva temporal corta en que se
asienta todo el debate en torno a las víctimas. Se da por sentado que el
conflicto armado que hoy se vive en Colombia se inició con el surgimiento de
los movimientos guerrilleros FARC-EP y el ELN entre 1964-1966. A lo sumo, como
se hace en el informe “Basta Ya” del Centro Nacional de Memoria Histórica, se
comienza con el Frente Nacional en 1958. El problema con esta historia “corta”
es que no da cuenta del momento en que el escenario para la actual violencia fue
sentado desde la década de los ’30, surgiendo una violencia nítida, con una
continuidad hasta el presente desde 1946. Cuando los guerrilleros en La Habana
se declararon víctimas del conflicto, despertaron airadas reacciones por parte
de los gurús del establecimiento y de sus obsecuentes propagandistas en los
medios. Sin embargo, si adoptamos la historia larga y una comprensión cabal de
los DDHH, podremos comprender cómo los campesinos perseguidos en el período
conocido como la Violencia (1946-1958) terminaron alzados en armas en rebelión
contra un Estado que cuando no los masacró y violó, observó impávido como las
milicias privadas de los terratenientes lo hacían. Todo esto tiene lógicamente
que ver con el problema de la memoria y de la verdad histórica, que también son
temas que tendrán que abordarse en el marco de las
negociaciones.
El otro problema es que la misma definición de víctimas
también deja de lado algunos elementos más complicados para asir la naturaleza
de esta guerra degradada, difusa, a veces difícil de definir: ¿qué pasa con los
exiliados? ¿qué pasa con los presos políticos y de guerra víctimas de atroces
torturas y de privaciones de agua, medicamento, alimentos, útiles de aseo,
etc.? ¿una persona que ha sido victimizada por agentes del Estado o
paramilitares pierde su condición de víctima si toma las armas y se alzan en
rebelión? ¿qué pasa con las víctimas de la limpieza social, esos nadie que
viviendo en los márgenes de la sociedad no tienen organizaciones que les
representen? ¿qué pasa con los que han sido víctimas de un modelo de desarrollo
impuesto a sangre y fuego por las multinacionales? ¿por qué no son las
multinacionales, de hecho, consideradas como un actor del conflicto armado pese
a su abierta complicidad con agentes del Estado y con bandas paramilitares? ¿es
la naturaleza una víctima del conflicto, independientemente de su centralidad
para sostener a la humanidad como una entidad viable? ¿qué pasa con las
personas que sin haber sufrido de la violencia física directamente sufren de la
violencia estructural, de la exclusión, marginación y violencia de la sociedad
impuesta mediante la guerra, como el caso de los niños hambreados en la Guajira
y en toda Colombia? Son preguntas nada fáciles y que algunas organizaciones se
están atreviendo a plantear.
La víctima despolitizada y pasiva
Hay una tendencia a despolitizar al concepto de víctimas,
tendencia en la que han caído aún algunos sectores tradicionalmente vinculados
a la izquierda. Se puede afirmar que “no permitiremos que enfrenten a las
víctimas”, como si todos fueran la misma cosa, pero ese nunca ha sido el
problema de fondo. Esta manera indiferenciada de abordar la problemática de las
víctimas refuerza un discurso desmovilizador y apolítico que ha calado hondo en
sectores de los defensores de DDHH (¡Cuánta falta hace el doctor Eduardo
Umaña!). Denunciar los “manejos políticos” ante el tema de las víctimas es un
sin sentido, precisamente, porque las víctimas están inscritas en un
conflicto esencialmente político.
El problema de fondo es que el debate en torno a las
víctimas (quién, cómo y en qué sentido es una víctima) es un debate que nos
enfrenta con la naturaleza misma del conflicto social y armado en Colombia, con
esa violencia que permea diferencialmente al conjunto de la sociedad, violencia
que es ante todo y por sobre todas las cosas, una violencia de carácter
político. Explorar el problema de las víctimas desde una perspectiva aséptica,
acrítica, como si fuera una categoría que engloba a todos por igual es
insostenible. No puede darse el debate de las víctimas dejando de lado aspectos
claves de contexto ni de la intencionalidad de quienes han perpetrado los actos
de violencia. No todas las violencias son iguales. Este es un principio clave
del proyecto “Nunca Más”, en el que participaron las más importantes
organizaciones de DDHH del país, el cual expresa sin ambigüedades:
Desde hace varios años (…) nos hemos visto sometidas a
extremas presiones, por parte de fuerzas sociales, nacionales e
internacionales, para que nuestras denuncias y acciones humanitarias se sitúen
en ‘posiciones neutrales’, que no recarguen las censuras sobre ninguna de las
partes en conflicto, y para que nuestro trabajo se rija por parámetros de
‘equilibrio’ que lleve a estigmatizar ‘por igual’ y a ‘equiparar’ las diversas
violencias que afectan a la sociedad colombiana. Se nos ha presentado como
principio rector que debe orientar nuestro trabajo, el de ‘Condenar toda
violencia, venga de donde viniere’. Muchas veces nos hemos preguntado si tal
tipo de neutralidad es éticamente sustentable.
Creemos que ningún tipo de discernimiento ético puede
dispensarnos (…) de tener en cuenta (…) los móviles y estrategias globales que
comprometen a los diversos actores enfrentados. Imperativos éticos (…) nos
llevan a censurar con mayor fuerza a quienes se sirven de la violencia
represiva para defender violencias estructurales e injusticias institucionales
que favorecen a capas privilegiadas de la sociedad, mientras victimizan,
exterminan o destrozan a las capas sociales más pobres y vulnerables, sometidas
a siglos de despojo e injusticia.
(…) No es posible ser neutral cuando se es consciente de que
un polo de la violencia es mucho más dañino para el conjunto de la sociedad, o
acumula en sí mismo mayores perversidades, o representa la oclusión
institucional de los caminos que podrían conducir a una sociedad más justa, o
acumula en su haber mayor violencia contra los débiles.[4]
Qué pena, y digo esto con todo el respeto del mundo: no es
lo mismo el caso de Bojayá, donde el cilindro-bomba –lanzado por lo demás de
manera irresponsable- fue desviado pero no hubo la intención explícita de
asesinar personas, con las incontables masacres del paramilitarismo que fueron
hechas con intención y alevosía. Por censurable que sea, no es lo mismo el
secuestro de un parapolítico corrupto, que la desaparición de un campesino que
organizó a su comunidad para tratar colectivamente de superar los efectos más
apremiantes de la pobreza. Jamás podré estar de acuerdo con quienes traten de
equiparar situaciones tan complejas y diferentes, equiparamiento que sirve para
encubrir la naturaleza políticamente motivada de la violencia que azota a
Colombia.
Una opción ética, popular y libertaria ante el tema de
víctimas
Si hay una cosa en la que estoy de acuerdo con los uribistas
es que no todas las víctimas son iguales: esto es tan cierto para Colombia
como lo es en Palestina. Creo que afirmar lo contrario es una necedad que no
tiene nada que ver ni con el acto humano de la empatía ni de la reconciliación.
Cualquiera que haya visto la televisión colombiana se da cuenta de esto que los
uribistas insisten hasta el cansancio: algunas “víctimas” –las menos y las que
tienen una posición económica privilegiada- reciben atención en horarios
estelares mientras otras son vilipendiadas, ignoradas o despreciadas con la
terrible sentencia “por algo habrá sido”. El tema de las víctimas reproduce la
exclusión y marginalización de una sociedad polarizada en clases que parecen
más bien castas. Esto lo expresa mucho mejor un artículo del mordaz Camilo de
los Milagros:
Durante décadas se ha construido una narrativa de la
confrontación en Colombia a la medida de las élites: malos muy malos contra
buenos impecables. Ciertas víctimas gozan desde entonces un protagonismo
claramente interesado en desprestigiar al malo de oficio, al demonio causante
de todas las desgracias del país. ¿Pero qué tan nocivo ha sido ese demonio?
¿Por qué en lugar de uno o dos testimonios desgarradores y amarillistas, no se
valora de conjunto la catástrofe humanitaria donde ambos bandos han cometido
atrocidades? ¿Por qué no se esclarecen las responsabilidades completas?
(…) Las comparaciones son odiosas, pero necesarias. Ninguna
comparación tan odiosa como ésta de poner muertos en los dos extremos de la
balanza. Con horror se constata que el 70% de los crímenes cometidos en el
marco del conflicto armado son atribuidos al Estado o sus agentes paralelos,
mientras ni siquiera el 20% corresponde a los grupos subversivos. Es una
desproporción aterradora que no se corresponde para nada con la narrativa
oficial. Las cifras corresponden a mediciones de las Naciones Unidas, a los
datos del CINEP e incluso a la Comisión de Memoria Histórica que financia el
mismo gobierno nacional. No es retórica mamerta, no es complicidad con el
terrorismo, no es un intento por desviar la atención sobre los crímenes de la
insurgencia. Es la constatación de cómo usando un magnífico encantamiento
televisivo uno de los bandos va a salir limpio. El que más dolor ha causado.[5]
Ante el debate de las víctimas uno tampoco puede ser
neutral. Si tengo que estar con alguien, estoy con aquellos que han sido
víctimas de los que han querido mantener una de las sociedades más desiguales
del planeta a sangre y fuego. Estoy al lado de aquellos que trataron de
aniquilar -hasta la semilla- visiones alternativas de sociedad. Estoy con los
que han sido víctimas de quienes se han enriquecido despojando a los que menos
tienen. Estoy del lado de quienes se han resistido a los designios de quienes,
a fin de conservar sus nefastos privilegios, serían capaces de hacer arder a
toda Colombia. Estoy del lado de quienes no se les ha permitido ni siquiera
llorar a sus muertos por miedo al castigo de un Estado que celebra el
espectáculo aleccionador de la sangre chorreando de cabezas decapitadas. Estoy
del lado de quienes no se les ha permitido siquiera decir que son víctimas,
porque las víctimas del Estado, supuestamente, no existen. Estoy del lado de
quienes nunca han tenido ni la televisión ni la prensa de su lado, aunque me
lluevan rayos y centellas. Como se ve, el tema de víctimas es otro campo de
batalla más en esta confrontación fundamentalmente política.
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