El terrorismo de Estado en Colombia no puede explicarse por los descalabros
sicóticos de algunos individuos. Es algo demasiado estructural, bien
planificado, demasiado sistemático, extendido y persistente como para tener su
explicación en las perversiones individuales de un grupo, más o menos numeroso,
de ciudadanos sádicos. Aunque nos asombre la sevicia extrema a la que se
recurre para torturar y masacrar a los que representen un peligro para la
hegemonía de la clase dominante, que incluye todo un repertorio de la crueldad
que alcanza el paroxismo en las Casas de Pique, el terrorismo de Estado y su
hijo pródigo (el paramilitarismo), no son expresión de una demencia colectiva
ni un acto de desquiciados, sino que expresión de una fría política
burocrática. La mayoría de los millones de personas que participan en el
engranaje del terrorismo de Estado no son sádicos por naturaleza, sino personas
que “hacen su trabajo”, que cumplen funciones como apretar el botón (o jalar el
gatillo), hacer llamadas, chuzar teléfonos, hacer denuncias, trasladar personas
secuestradas (para que otros las desaparezcan), reclutar candidatos a “falsos
positivos”, etc. Tareas de por sí limpias, que no salpican de sangre, en las
cuales el individuo puede disociarse moralmente del resultado de sus acciones.
“Yo no maté a nadie, no soy un asesino, seguí órdenes”. El terror es una
industria tecnificada, moderna, prueba de la eficacia en la organización
capitalista del trabajo en Colombia.
Aunque la mayoría de los individuos que viven de manufacturar el terror no
tengan inclinaciones sicóticas, o las terminan desarrollando en el camino, o
terminan con una disociación muy fuerte entre el ser y el hacer. Los
paramilitares, cada cual con cientos de asesinatos de personas inermes a
cuestas, afirmaban patéticamente en sus declaraciones que ellos, en realidad,
“no eran monstruos”… que eran padres responsables, maridos amorosos, etc.
Alienación pura y dura. Sin embargo, no deja de llamar la atención la capacidad
que el Estado tiene para garantizarse los servicios y la lealtad de individuos
francamente enfermos para animar la realización de tareas de corte terrorista.
En realidad, los individuos con motivaciones sicóticas no serán todos, pero son
el motor que mantiene a la maquinaria andando. No basta la inercia de los
empleados obedientes, se requiere individuos fanáticos, entusiastas, en la
industria del terror para activar la motosierra y picar al fiambre a
machetazos. La estructura del Estado, así como sus múltiples tentáculos
paralelos (el Estado profundo), es un caldo de cultivo para esta clase de
personajes siniestros. En el terrorismo de Estado se juntan el hambre con las
ganas de comer: la insensibilidad burocrática con la crueldad patológica[1].
El hacker Andrés Sepúlveda, empleado de la campaña de Zuluaga y socio
del ejército, a quienes entregaba las interceptaciones del proceso de
negociaciones en La Habana para que fueran utilizadas como parte de la
propaganda negra de los guerreristas, es la mejor prueba de lo que decimos.
Este “héroe” -como se describe el mismo, haciéndose eco de esa consigna que
“los héroes sí existen”-, con simpatías por el nazi-fascismo y su expresión
criolla, el uribismo, repite el mantra de la derecha de ultratumba que reclama
que la lucha militar contra las FARC-EP también debe golpear a sus “cómplices
que actúan en el campo y en las ciudades sin uniforme”[2]. Así han justificado
el genocidio de la UP, de A Luchar, del Frente Popular y el holocausto
paramilitar que ha consumido una generación completa de colombianos y desplazado
a más de seis millones de campesinos. Las inclinaciones perversas de Sepúlveda
tienen un sustento ideológico en esa amalgama de ideas fascistas, conservadoras
y neoliberales que tienen su principal adalid en la figura de Uribe Vélez.
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