lunes, 28 de marzo de 2016

Cómo pensar el mundo

Todos los pueblos tienen necesidad de un territorio para vivir y reproducirse, y esta necesidad es tan fundamental que satisfacerla es condición para generar la identidad y valor cultural. Lo saben bien los pueblos exiliados que se esfuerzan por mantener la cohesión y la propia cultura cuando un poder político cualquiera les impone dejar su propia tierra y emigrar sin encontrarse verdaderamente a sí mismos en lugares extraños. Pero territorio no quiere decir necesariamente fronteras más o menos rígidas, ya que esas son el resultado de procesos históricos internos y externos, el primero de todos la organización social, particularmente cuando se trata de sociedades que se dividen en clases y se basan en la propiedad privada. Para esto se producen mapas y cartografías, no solo como guías para viajar, sino sobre todo para delimitar: en esta parte habitamos nosotros, esto es nuestro; en la otra parte, habitan los otros, cuyo derecho a estar donde están siempre es puesto en duda por los gobiernos interesados en la conquista y explotación de los demás. Y con estas premisas, por ejemplo, nacen los imperios, primero territoriales y después económicos, y también las teorías, como la denominada Lebensraum ("espacio vital"), elaborada en 1897 por Friedrich Ratxel y base del nacionalsocialismo. Como escribía Hitler en Mi lucha: "Sin consideración por las tradiciones y los prejuicios, nuestro pueblo debe encontrar el coraje de unir el propio pueblo y su fuerza para avanzar a través del camino que llevará a nuestro pueblo del actual espacio vital restringido hacia la posesión de nuevas tierras y horizontes, y así lo llevará a librarse del peligro de desaparecer del mundo o de servir a los demás como una nación esclava". Esta ideología incita también a Italia a pretender un "espacio vital" propio, que sería todo el Mediterráneo, es decir, la reproducción anacrónica del Imperio Romano.

Para entender este tipo de fenómenos no basta con recurrir a la economía, según la tradición del marxismo vulgar, ni con contar solo con las decisiones políticas de las clases dominantes, sino que es preciso poner sobre la mesa un tercer elemento fundamental: la geografía, como comprendieron los geógrafos anarquistas del siglo XIX, con Piotr Kropotkin y Élisée Reclus a la cabeza. Se trata de una geopolítica, como la nazi o la italiana citadas, que justifica el expansionismo territorial y que sirve también como motivación del expansionismo económico norteamericano o chino durante la segunda mitad del siglo XX y estos primeros años del XXI. Así, geografía, política y economía se combinan en una triada que conforma los imperios y mueve las economías, mucho más en esta época de globalización de la producción y del consumo, cuando ya la referencia al territorio propio casi desaparece y se construyen espacios virtuales que componen nuevas geografías económicas, culturales y, finalmente, mentales (y en que el tiempo también viene obligado a asumir las formas que Occidente le impone).

Al comienzo suele hacer referencia al concepto de "zona de influencia", que no es un concepto nuevo del siglo XX, sino que encuentra su forma más notoria con la Segunda Guerra Mundial y la posterior "guerra fría": en efecto, el precario pacto para vencer a la Alemania nazi no se mantiene mucho tras el fin de la guerra y produce la división en bloques opuestos, dominados por los Estados Unidos y la Unión Soviética, tras la proclamación de la Doctrina Truman, promulgada precisamente en 1947 para frenar la influencia de la URSS en el resto de Europa, con dos estrategias articuladas militar (creación de las bases militares en Europa) y económicamente (Plan Marshall). De este modo, la ordenación geográfico-política napoleónica ya perturbada por la Primera Guerra Mundial, asumía nuevas formas y relaciones. La misma constitución de la ONU en 1945, con sede en Nueva York, se considera como parte de la nueva estrategia de Occidente para controlar el avance de la URSS y de Oriente.

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