El nacimiento de la Asociación Internacional de
Trabajadores, en 1864, supuso la revitalización de un socialismo militante
y constructivo. Creada por obreros ingleses y franceses, fue la primera gran
tentativa de unir a la clase trabajadora en una gran alianza internacional con
el objetivo de su emancipación social y económica. Si ese era su fin supremo
fue porque entendieron que los trabajadores se mostraban subordinados a la
clase propietaria de los medios de producción, lo que desembocaba en la miseria
social, la opresión política y el deterioro intelectual. Su estructura, para
mantener la autonomía de cada grupo, era federalista y no defendía
necesariamente ningún sistema social predefinido, muy al contrario, sus
principios políticos evolucionaban con las luchas diarias y tomaban forma a
medida que crecía la organización.
La afiliación a la Internacional crecía constantemente
en aquellos primeros años y se desarrolló una enorme conciencia proletaria
internacional convirtiéndose la alianza en una poderosa guía del movimiento
socialista obrero. El análisis de Bakunin sobre la Internacional, que puede
verse como parte de su concepción filosófica sobre la vida, es que había que
apelar a los sufrimientos concretos de los trabajadores para ganarles para la
causa, dejando para más tarde las reivindicaciones revolucionarias más
generales; partir de los hechos para alcanzar los grandes ideales, no a la
inversa. Así, habría que analizar las condiciones de cada industria y las
circunstancias concretas de explotación que se producen, buscando de esa manera
la solidaridad de los trabajadores en función de los hechos y como base de su
organización1. La solidaridad entre los explotados, elevada a categoría
universal, se perfila como uno de los principios primordiales del anarquismo.
Fue esta organización internacional, nacida y desarrollada
gracias a la realidad de los hechos económicos, y no la democracia tal y como
lo entendía la burguesía, lo que dio un gran impulso transformador y generó una
conciencia obrera notable. Los dos primeros congresos, en Ginebra en 1866 y en
Lausana en 1867, fueron más bien moderados, pero el de Bruselas en 1868 supuso
un punto de inflexión; la clase trabajadora organizada se sentía más segura que
nunca y confiaba en conquistar un nuevo horizonte; se tomó como objetivo, en su
programa, socializar los medios de producción, algo que la puso en la línea de
un anarquismo inminente, que estaba teniendo éxito especialmente en los países
latinos. El congreso de Basilea de 1869 ratificó las resoluciones anteriores,
pero dejando el camino abierto a lo que suponía la organización del trabajo; el
debate al respecto tuvo un gran nivel, empezando a cobrar importancia la
postura acerca de que la clase trabajadora debía organizarse en sindicatos,
como demuestra un informe de la Federación Belga con un punto de vista
totalmente innovador que recordaba las ideas del socialista utópico Owen y del
movimiento laborista inglés de 18302 .
En este punto hay que comprender la postura de las diversas
escuelas socialistas de Estado, las cuales apenas concedían importancia a la
organización en sindicatos. La finalidad de esas corrientes, encabezadas por
autores como Blanqui, Lassalle o Marx, era la instauración del socialismo de
Estado, por lo que observaban la organización sindical como un estorbo o, como
mucho, como una simple búsqueda de mejora en la sociedad capitalista. En el
mencionado congreso de Basilea se estudió detalladamente este punto de vista y
federaciones de diversos países, como Bélgica, España, Suiza e incluso Francia,
consideraron que las organizaciones sindicales deberían permanecer como garante
de un futuro sistema socialista, donde los consejos de industria y comercio
sustituyeran cualquier forma de gobierno, y la Internacional debía encaminar
sus esfuerzos a educar a los trabajadores para ello. Era una idea innovadora y
poderosa, según la cual toda nueva forma de vida económica debía ir pareja a
una existencia sociopolítica igualmente nueva.
El socialismo, dicho de otro
modo, no suponía solo una transformación radical de las condiciones económicas,
sino que debía ir acompañado de una nueva expresión política: los consejos
obreros. En los países latinos, adoptaron como táctica la resolución del
congreso de Basilea, no trabajaron por la conquista del poder política, ya que
observaban el Estado como una forma de explotación y dominación al margen de la
forma que tomase. Muy al contrario, los consejos obreros supondrían la
reorganización de la sociedad mediante un modelo socialista llevado a la
práctica por medio de diferentes ramas de producción, industriales y agrarias.
La reconstrucción socialista de la sociedad sería efectuada, como no podía ser
de otra forma, por los propios trabajadores.
Era por tanto una concepción socialista autogestionaria
antítesis de la que consideraba necesario la conquista del poder político, algo
que no era más que una obvia herencia de la tradición burguesa que, como la
historia verá posteriormente, llevaba en su germen nuevas y terribles formas de
tiranía. Los partidarios en la Primera Internacional de un socialismo
constructivo, que tomara en cuenta toda la eficiencia de los individuos y
se realizara de abajo arriba, comprendieron que la igualdad económica no
existiría sin la igualdad política y social; junto a la explotación económica
había que acabar con la opresión política concretada en las instituciones
coercitivas del Estado, convicción propia de las secciones libertarias de la
Internacional. Esa influencia libertaria fue posible mientras se mantuviera la
autonomía de las federaciones, algo que cambiaría a partir de 1871; ese año,
Marx y Engels, desde su posición en el Consejo General de Londres trabajaron
para que las federaciones nacionales participaran en la acción parlamentaria.
El congreso de La Haya de 1872, amparado en una supuesta mayoría, ratificó esa
decisión y, para colmo de males autoritarios, se tomó la resolución de que
todos los miembros de la Internacional debían acatarla y tomar la conquista del
poder político como su primer objetivo. Era el principio de un lamentable periodo
para un movimiento obrero esforzado, con honrosas excepciones, en la acción
parlamentaria; supuso el estancamiento, intelectual y moral, del movimiento
socialista internacional.
La corriente anarquista quiso garantizar la autonomía de las
federaciones, y la pluralidad por lo tanto de las posibilidades de construcción
socialista. Los delegados de esas federaciones libertarias, poco después del
congreso de La Haya, se reunieron en el Congreso Antiautoritario de Saint-Imier
y declararon nulas las resoluciones encabezadas por Marx y Engels tomando otras
muy diferentes; "la autonomía y la independencia de las federaciones y
secciones obreras son la primera condición de la emancipación de los
trabajadores" fue el primer punto, el segundo aludía a la necesidad de la
solidaridad entre las federaciones libres, en aras de su propia defensa, y el
tercero se rafiticaba en la abolición del Estado y en la acción revolucionaria
en lugar de la conquista del poder político3. Era una fractura irreconciliable
en el movimiento socialista, entre los partidarios de la acción directa, que
daría lugar muy pronto al movimiento anarquista propiamente dicho (con su
naturaleza auténticamente socialista), y aquellos que abogaban por la acción
parlamentaria. La primacía de la acción política, construyendo partidos
políticos, supuso el fin de la Internacional; las denominadas Segunda y Tercera
Internacional no fueron más la reunión de partidos políticos de carácter
nacional subordinados a una doctrina única.
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