miércoles, 5 de noviembre de 2014

La Primera Internacional y el socialismo anarquista

El nacimiento de la Asociación Internacional de Trabajadores, en 1864, supuso la revitalización de un socialismo militante y constructivo. Creada por obreros ingleses y franceses, fue la primera gran tentativa de unir a la clase trabajadora en una gran alianza internacional con el objetivo de su emancipación social y económica. Si ese era su fin supremo fue porque entendieron que los trabajadores se mostraban subordinados a la clase propietaria de los medios de producción, lo que desembocaba en la miseria social, la opresión política y el deterioro intelectual. Su estructura, para mantener la autonomía de cada grupo, era federalista y no defendía necesariamente ningún sistema social predefinido, muy al contrario, sus principios políticos evolucionaban con las luchas diarias y tomaban forma a medida que crecía la organización. 

La afiliación a la Internacional crecía constantemente en aquellos primeros años y se desarrolló una enorme conciencia proletaria internacional convirtiéndose la alianza en una poderosa guía del movimiento socialista obrero. El análisis de Bakunin sobre la Internacional, que puede verse como parte de su concepción filosófica sobre la vida, es que había que apelar a los sufrimientos concretos de los trabajadores para ganarles para la causa, dejando para más tarde las reivindicaciones revolucionarias más generales; partir de los hechos para alcanzar los grandes ideales, no a la inversa. Así, habría que analizar las condiciones de cada industria y las circunstancias concretas de explotación que se producen, buscando de esa manera la solidaridad de los trabajadores en función de los hechos y como base de su organización1. La solidaridad entre los explotados, elevada a categoría universal, se perfila como uno de los principios primordiales del anarquismo.

Fue esta organización internacional, nacida y desarrollada gracias a la realidad de los hechos económicos, y no la democracia tal y como lo entendía la burguesía, lo que dio un gran impulso transformador y generó una conciencia obrera notable. Los dos primeros congresos, en Ginebra en 1866 y en Lausana en 1867, fueron más bien moderados, pero el de Bruselas en 1868 supuso un punto de inflexión; la clase trabajadora organizada se sentía más segura que nunca y confiaba en conquistar un nuevo horizonte; se tomó como objetivo, en su programa, socializar los medios de producción, algo que la puso en la línea de un anarquismo inminente, que estaba teniendo éxito especialmente en los países latinos. El congreso de Basilea de 1869 ratificó las resoluciones anteriores, pero dejando el camino abierto a lo que suponía la organización del trabajo; el debate al respecto tuvo un gran nivel, empezando a cobrar importancia la postura acerca de que la clase trabajadora debía organizarse en sindicatos, como demuestra un informe de la Federación Belga con un punto de vista totalmente innovador que recordaba las ideas del socialista utópico Owen y del movimiento laborista inglés de 18302 .

En este punto hay que comprender la postura de las diversas escuelas socialistas de Estado, las cuales apenas concedían importancia a la organización en sindicatos. La finalidad de esas corrientes, encabezadas por autores como Blanqui, Lassalle o Marx, era la instauración del socialismo de Estado, por lo que observaban la organización sindical como un estorbo o, como mucho, como una simple búsqueda de mejora en la sociedad capitalista. En el mencionado congreso de Basilea se estudió detalladamente este punto de vista y federaciones de diversos países, como Bélgica, España, Suiza e incluso Francia, consideraron que las organizaciones sindicales deberían permanecer como garante de un futuro sistema socialista, donde los consejos de industria y comercio sustituyeran cualquier forma de gobierno, y la Internacional debía encaminar sus esfuerzos a educar a los trabajadores para ello. Era una idea innovadora y poderosa, según la cual toda nueva forma de vida económica debía ir pareja a una existencia sociopolítica igualmente nueva. 

El socialismo, dicho de otro modo, no suponía solo una transformación radical de las condiciones económicas, sino que debía ir acompañado de una nueva expresión política: los consejos obreros. En los países latinos, adoptaron como táctica la resolución del congreso de Basilea, no trabajaron por la conquista del poder política, ya que observaban el Estado como una forma de explotación y dominación al margen de la forma que tomase. Muy al contrario, los consejos obreros supondrían la reorganización de la sociedad mediante un modelo socialista llevado a la práctica por medio de diferentes ramas de producción, industriales y agrarias. La reconstrucción socialista de la sociedad sería efectuada, como no podía ser de otra forma, por los propios trabajadores.

Era por tanto una concepción socialista autogestionaria antítesis de la que consideraba necesario la conquista del poder político, algo que no era más que una obvia herencia de la tradición burguesa que, como la historia verá posteriormente, llevaba en su germen nuevas y terribles formas de tiranía. Los partidarios en la Primera Internacional de un socialismo constructivo,  que tomara en cuenta toda la eficiencia de los individuos y se realizara de abajo arriba, comprendieron que la igualdad económica no existiría sin la igualdad política y social; junto a la explotación económica había que acabar con la opresión política concretada en las instituciones coercitivas del Estado, convicción propia de las secciones libertarias de la Internacional. Esa influencia libertaria fue posible mientras se mantuviera la autonomía de las federaciones, algo que cambiaría a partir de 1871; ese año, Marx y Engels, desde su posición en el Consejo General de Londres trabajaron para que las federaciones nacionales participaran en la acción parlamentaria. El congreso de La Haya de 1872, amparado en una supuesta mayoría, ratificó esa decisión y, para colmo de males autoritarios, se tomó la resolución de que todos los miembros de la Internacional debían acatarla y tomar la conquista del poder político como su primer objetivo. Era el principio de un lamentable periodo para un movimiento obrero esforzado, con honrosas excepciones, en la acción parlamentaria; supuso el estancamiento, intelectual y moral, del movimiento socialista internacional.

La corriente anarquista quiso garantizar la autonomía de las federaciones, y la pluralidad por lo tanto de las posibilidades de construcción socialista. Los delegados de esas federaciones libertarias, poco después del congreso de La Haya, se reunieron en el Congreso Antiautoritario de Saint-Imier y declararon nulas las resoluciones encabezadas por Marx y Engels tomando otras muy diferentes; "la autonomía y la independencia de las federaciones y secciones obreras son la primera condición de la emancipación de los trabajadores" fue el primer punto, el segundo aludía a la necesidad de la solidaridad entre las federaciones libres, en aras de su propia defensa, y el tercero se rafiticaba en la abolición del Estado y en la acción revolucionaria en lugar de la conquista del poder político3. Era una fractura irreconciliable en el movimiento socialista, entre los partidarios de la acción directa, que daría lugar muy pronto al movimiento anarquista propiamente dicho (con su naturaleza auténticamente socialista), y aquellos que abogaban por la acción parlamentaria. La primacía de la acción política, construyendo partidos políticos, supuso el fin de la Internacional; las denominadas Segunda y Tercera Internacional no fueron más la reunión de partidos políticos de carácter nacional subordinados a una doctrina única.


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