A lo largo del siglo XIX y primer tercio del siglo XX se gesta y desarrolla la
cultura obrera de la solidaridad y la ayuda mutua. En el curso de este
memorable ciclo histórico, el proletariado europeo funda cooperativas de
producción y consumo, sindicatos, cajas de solidaridad, escuelas, ateneos,
centros recreativos y otras organizaciones destinadas a autoeducarse,
mancomunar sus esfuerzos y deliberar sobre la manera más idónea de ofrecer
resistencia a la burguesía y luchar por el advenimiento de una sociedad basada
en la igualdad y la justicia distributiva. De la misma manera que en los
tiempos de Sócrates los atenienses acudían al ágora para deliberar en común
sobre sus problemas, los trabajadores se reunían en sus locales para asistir a
actos culturales, para coordinar su proceso de resistencia o simplemente para
conversar con sus compañeros.
En el curso de su confrontación con los capitanes de industria y los magnates
financieros, el proletariado crea paulatinamente formas de conducta y hábitos
mentales radicalmente opuestos a los del mundo burgués. La fuerza motórica de
la cultura obrera arrancaba de la idea de que la vida humana sólo puede
desarrollarse dignamente a partir de la puesta en pie de un sistema económico y
social basado en el mutualismo, el comunitarismo y el colectivismo. Se olvida
que el signo más genuino y específico del proletariado heroico no fue su lucha
económica contra sus explotadores burgueses , sino los valores humanos, éticos,
espirituales e intelectuales que postulaban. Eso explica que junto a las
reivindicaciones de orden material, la preocupación central de la militancia
obrera era la de cultivar la pureza de costumbres, la rectitud moral y el
ennoblecimiento del alma. Juan Peiró, destacado militante de la Confederación
Nacional del Trabajo, expresaba muy bien esta voluntad de autoperfeccionamiento
al hablar de la "espiritualidad revolucionaria" que alentaba en su
corazón y en el de sus compañeros. Benoit Malon, una de las figuras más
representativas del sindicalismo francés, no quería expresar otra cosa cuando
en los tiempos de la I Internacional dijo que "toda transformación
económica y política de la sociedad significa una revolución moral".
Fueron los valores éticos que profesaban y practicaban los que les dieron la
fuerza interior necesaria para sostener su lucha encarnizada contra la
injusticia y afrontar con serenidad el riesgo constante de la persecución, el
ostracismo, la cárcel o el piquete de ejecución.
Autogestión
Si he traído a colación el testimonio de la cultura creada por la clase obrera
en el período clásico de la lucha de clases no ha sido ciertamente para
practicar arqueología histórica o por nostalgia sentimental, sino porque creo
firmemente que esa cultura es hoy más actual que nunca y puede servirnos de
base a la hora de plantearnos la confrontación a fondo con la civilización de
la muerte. Y por eso mismo estoy persuadido de que rescatar del olvido y
reactualizar esa cultura se ha convertido en una necesidad imprescindible.
Aunque el término técnico de autogestión no empezó a ser usado hasta años
después de terminada la II Guerra Mundial, la esencia de su contenido se halla
en el humanismo obrero que acabamos de describir. Y para convencernos de ello
no necesitamos más que tener presente el cordón umbilical que une la idea
autogestionaria y la praxis del sindicalismo de origen libertario. En sentido
etimológico, la palabra "autogestión" significa gestión propia y
autónoma, libre de toda heteronomía o coación externa. Es, pues, sinónimo de
autodeterminación o autogobierno. En sentido sociológico, indica la gestión
independiente de un grupo o colectividad de individuos voluntariamente unidos
entre sí para realizar un fín común. En términos más específicamente
político-económicos, se entiende por autogestión un modelo de organización
laboral-productivo basado en la gestión autónoma de los propios trabajadores.
Creo que no se necesita ningún gran esfuerzo mental para convencerse de que lo
que desde hace varias décadas viene denominándose "autogestión",
lejos de ser una novedad histórica, corresponde a la vieja praxis del ideario
libertario, desde la Comuna de París a la colectivización de la economía
durante la guerra civil española de 1936-1939.
Y a quienes me objeten que los tiempos han cambiado y que en la sociedad actual
ya no es posible realizar el ideal autogestionario, les responderé que de la
misma manera que existe una philosophia perennis invulnerable al paso del
tiempo, existen valores humanos y sociales con vigencia eterna como la
libertad, la dignidad o la conducta ética. Y por si esto no bastara para
responder a quienes estampillan el humanismo autogestionario como un bello
recuerdo del pasado y como un anacronismo, añadiré que los principios
constitutivos de la concepción autogestionaria tienen su fundamento en la misma
estructura antropológica del hombre: el instinto individual y el instinto
social. El pensamiento autogestionario no es más que la síntesis de estos dos
principios genéticos que la naturaleza nos ha dado.
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