Casi nadie ha quedado contento con las últimas elecciones:
ni los santistas, que apenas mantienen su mayoría casi que por milagro; ni los
uribistas, que no fueron el fenómeno arrollador que pronosticaban todos los
medios, sacando apenas la mitad de los votos que esperaban; ni mucho menos la
izquierda, que tras toda clase de malabarismos políticos, obtuvo una exigua
representación que la vuelve impotente y que quizás para lo único que sirva sea
para legitimar esta excluyente “democracia” de fachada. Las cifras son
elocuentes: hay 14 veces más parapolíticos en el parlamento que senadores y
representantes de izquierda. Aun así es incorrecto hablar, como hacen no pocos
columnistas, de que la sociedad colombiana es de “derechas”: los resultados
electorales no reflejan mecánicamente la voluntad ciudadana, sino el acceso
asimétrico a los medios y recursos, décadas de guerra sucia, amén de las
conocidas prácticas clientelistas, intimidatorias y corruptas (desde la compra
de votos hasta el entrañable chocorazo). Sin embargo, también es claro que una
alternativa no se construye con los mismos métodos de toda la vida, que
producen indiferencia, cuando no asco, en la inmensa mayoría de los
colombianos. Nuevamente las cifras son elocuentes: el abstencionismo rondó en
el orden del 60%, y de los votos emitidos, los nulos y blancos estuvieron en el
orden del 20%, superior a los votos alcanzados por cualquier partido.
Independiente de las lecciones que la izquierda deba sacar de este proceso
electoral para lograr la unidad popular e impulsar los cambios de fondo que el
país necesita (algo que cada vez es más claro no será hecho en el terreno de
los electoral), hay un fenómeno, más sociológico que político, que creo
interesante desgranar. Me refiero al uribismo. Se ha convertido en un lugar
común afirmar que Uribe es el “expresidente más popular de todos los tiempos”
(algo que, de por sí, dice muy poco), afirmación en la que se dan la mano
opinólogos, socialbacanos y derechistas. Estas nuevas elecciones han servido
para que el uribismo mediático recargue sus baterías. Pero, ¿qué tan
uribista ha sido el pueblo colombiano? Esta es una pregunta que no ha sido
abordada de manera rigurosa por las ciencias sociales. Un infranqueable muro
ideológico, tendido por la oligarquía y sus medios, ha hecho imposible esta
tarea pues, por años, quienes cuestionábamos la supuesta idolatría generalizada
a Uribe Vélez, éramos descalificados inmediatamente con toda clase de insultos
y epítetos de la ultraderecha rancia, que van desde “mamerto” hasta
“narcoterrotista”. Era impensable cuestionar las “verdades” producidas por
Gallup, El Tiempo, El Espectador, Caracol, etc. Y una gran mayoría de los
científicos sociales colombianos, también miembros de la élite de comparsa, fue
cómplice, se silenció y no cumplió con su labor académica de cuestionar las
“verdades incuestionables”. Hay buenas razones para ello, pues en ese mismo
momento la persecución contra el pensamiento crítico alcanzaba su clímax con el
montaje en contra de Miguel Ángel Beltrán y los recintos universitarios en todo
el país se paramilitarizaban y llenaban de informantes. Los cuales siguen ahí.
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