«Escribo para no reventar, por temor a la muerte lenta y a
la gangrena de la amnesia, en la que se pudre toda una generación. [...]
Escribo mientras noto cómo me sube por dentro la bomba de explosión retardada
de estos años de soledad. [...] Escribo porque todavía no se me ha ocurrido
nada mejor para matar definitivamente las mañanas carcelarias. O porque no he
tenido valor para hacerlo. Escribo para que esas mañanas sin vida se encarcelen
y se hundan en el dolor de las palabras y de su frágil arquitectura.»
Jean-Marc Rouillan
Por: William Mesa.
Como es bien sabido desde los años 80tas en Latinoamérica,
se ha generado un proceso de privatización carcelaria como método y modelo de
los Estados para el mejoramiento del control político, económico y social de
las prisiones, caracterizado por tener un fuerte carácter punitivo,
resquebrando el propio discurso del Estado de bienestar en cuanto a la
existencia de la cárcel como institución resocializadora.[1]
Colombia no ha sido excepción ante las “sugerencias” del
Buró Federal de Prisiones de los Estados Unidos, argumentando la necesidad de
la privatización desde varios factores: el primero de ellos radica en la construcción
de cárceles con apoyo de empresas privadas, el segundo, la explotación de mano
de obra y fuerza laboral existente en las prisiones, determinante en cárceles
como las de los Estados Unidos, y por último, el abaratamiento de costos que
beneficiaría al Estado Colombiano, puesto que la inversión que este realizaría
es mínima.[2] De igual forma la justificación realmente marcada en el caso
colombiano, radica en la supuesta necesidad de eliminar el hacinamiento
carcelario.
Nuevas cárceles y privatización al mejor estilo colombiano
El hacinamiento ha sido uno de los problemas históricos no
sólo de la cárcel colombiana; observemos la tragedia sucedida en Honduras hace
algunos meses donde murieron 354 presos en un incendio, cuando la cárcel estaba
dispuesta solo para 150 reclusos.[3]
En Colombia el problema del hacinamiento es increíble. Por
ejemplo, en el año 2.000 las cárceles tenían una capacidad para 37.896 presos y
en ellas habitaban 51.518, en el 2.004, la cifra de los cupos para las cárceles
era de 49.821 y en realidad se encontraban 66.829 presos.[4] Ante este panorama
la repuesta provista por el gobierno de Álvaro Uribe fue construir 11
penitenciarias más con el objetivo de reducir el hacinamiento al 2,7 %, cuando
en el mismo año se indicaba un 36,8 % de este. Estas cárceles acopladas a los
estándares estadounidenses argumentaban que su construcción se
realizaba por los bajos costos y un trato “más justo para los reclusos”.
Según informes de la Contraloría, estas obras fueron
“deficientes” ya que el presupuesto inicial era de $33.740 millones y
finalizaron con un costo de $908.156 millones, es decir, 27 veces más el valor
inicial, y el proyecto que en términos de tiempo duraría entre 12 y 36 meses,
llegó a ser hasta de 6 años, algunas cárceles como la de Cartagena tardaría 8
años en ser entregada.
Es exorbitante el sobrecosto que la contraloría (Institución
Estatal)[5] denuncia, en donde la búsqueda de finalizar con el hacinamiento
sólo conllevó a generar un desfalco multimillonario. Ni FONADE (Fondo
Financiero de Proyectos de Desarrollo), ni el ex ministro Fabio Valencia
Cossío, encargado de la construcción, han podido dar una explicación al mejor
estilo de la derecha y la socialdemocracia en Colombia.
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