La firma de un acuerdo en materia de víctimas en las
negociaciones de paz[1], sellado con un
simbólico apretón de manos entre el comandante máximo de las FARC-EP, Timoleón
Jiménez, y el presidente Juan Manuel Santos ha dado mucho que hablar y ha
llenado de esperanza a amplios sectores en torno al avance del proceso de paz
adelantado con los insurgentes en La Habana. Es entendible el entusiasmo de no
pocos sectores sociales que ven -¡al fin!- un gesto inequívoco de avance en
unas negociaciones que, cíclicamente y en medio del secretismo, parecen
estancarse. Hasta se le ha puesto una fecha tentativa, acordada por ambas
partes, para la firma de un acuerdo definitivo: el 23 de Marzo. Y se ha dicho
que dos meses después, es decir, a finales de Mayo, tendría que estar
concluyendo el proceso de dejación de armas por parte de los guerrilleros de
las FARC-EP. Este avance, que ocurre a un mes de las elecciones regionales, no
está, desde luego, exento de los ritmos y cálculos de la política.
¿Presidente de la paz?
En medio del entusiasmo, se vuelve a hablar del “presidente
de la paz”, de Santos posicionado como el hombre que pasará a la historia como
el artífice de la paz, rumbo al Nóbel, etc.[2] Estas
afirmaciones, entendibles en este enguayabamiento generalizado, pasan por alto
que históricamente los únicos y grandes responsables del conflicto que se
vive en Colombia son aquellas clases dirigentes representadas en la figura de
Santos. Como lo decía con pluma magistral William Ospina, sorprende que “la
astuta dirigencia de este país una vez más logre su propósito de mostrar al
mundo los responsables de la violencia, y pasar inadvertida como causante de
los males. A punta de estar siempre allí, en el centro del escenario, no sólo
consiguen ser invisibles, sino que hasta consiguen ser inocentes; no sólo
resultan absueltos de todas sus responsabilidades, sino que acaban siendo los
que absuelven y los que perdonan”[3].
No podemos, desde la izquierda, ayudar a absolverlos ante la historia.
Pero también estas expresiones pasan por alto la complejidad
del momento que se vive y que han llevado a este actual proceso. El Miércoles
23 detuvieron a siete estudiantes de la Universidad Pedagógica de Tunja;
continúa el asesinato sistemático y los hostigamiento a dirigentes sociales y
defensores de Derechos Humanos, como lo indica el más reciente informe del
Programa Somos Defensores[4]; la acción
del Ejército y de paramilitares deja muertos en estas semanas en San José de
Apartadó, Araracuara y Pradera, por nombrar solamente algunas localidades; las
acciones del gobierno no van de la mano en absoluto con lo que se viene
acordando en La Habana hasta el momento, y es más, toda su agenda legislativa
va a contravía de lo acordado, profundizando la impunidad mediante el Fuero
Militar y empujando el despojo mediante las ZIDRES, la profundización de los
megaproyectos y hasta utilizando la ley de víctimas como nuevo mecanismo de
despojo en el Yarí y Planadas, Tolima[5];
por último, el gobierno ha irrespetado todos y cada uno de los acuerdos que ha
firmado con el pueblo movilizado, fundamentalmente con los campesinos, lo que
llevó, a comienzos de Septiembre, a una nueva jornada de movilización, que
incluyó la toma del Ministerio de Agricultura. Es decir, aun cuando haya
sobradas razones para el optimismo respeto a las negociaciones, en el terreno,
la realidad se ve mucho más difícil para el pueblo y los cálculos alegres son
más fruto de un excesivo optimismo que de un análisis riguroso de la realidad.
Aun cuando firme la paz, no se puede tildar a Santos como un
“presidente de la paz”, cuando ha sido el represor de los paros agrarios, el
ministro de los falsos positivos, el de los bombardeos a miembros de la
delegación de paz de la insurgencia y el asesino de Alfonso Cano cuando estaba
comenzando el proceso de negociación. Santos cuenta varios muertos del pueblo
en su portafolio y un reconocimiento sobrio de su rol en las negociaciones, no
puede convertirse en una euforia en la cual todos estos cadáveres deban ser
barridos bajo la alfombra. Pero lo más grave de esta afirmación, es que quita
el justo reconocimiento al pueblo colombiano que es quien en última
instancia forzó el escenario que llevó a Santos a negociar. Santos no ganó las
elecciones para negociar, sino que para continuar las políticas de Uribe Vélez,
y fue el enrome contexto de movilización popular en ascenso entre el 2008 y el
2012, lo que finalmente forzó el escenario de negociaciones. Este proceso
es una conquista de los de abajo, no una concesión gratuita de los de arriba.
Desconocer este hecho, o minimizarlo para exaltar la figura del estadista, que
es la tentación en la que ha caído parte de la izquierda, es entregarle las
llaves de la paz en bandeja de plata a Santos, y con ella, entregarle la
iniciativa política[6].
La relatividad de lo ganado
Lo ganado, con este acuerdo, no es menor. Principalmente, en
materia de justicia, siendo derrotadas las tesis uribistas que repiten
monotemáticamente “cárcel y más cárcel”, “impunidad”, y todo ese corillo
indigestible, particularmente viniendo de boca de uno de los principales
promotores de la cultura de la impunidad en las últimas décadas. En lugar de
esta visión, se ha impuesto una visión de justicia que pone la reparación
como eje de su quehacer. Una justicia que, sin llegar a ser transformadora,
no es punitiva. Esto lo explica de manera clara un comunicado del CPDH,
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