Bajo muchos aspectos, las relaciones de Brasil con su
memoria son apenas formales y distantes. Ciertos aspectos de la historia
reciente del país son tratados como materia que los buenos modales recomiendan
no tocar. Varios factores contribuyen para que así sea.
Mi país vivió una dictadura cívico-militar que duró de 1964
a 1985. Al menos en el periodo entre el golpe y 1982, el terrorismo de Estado
fue duramente aplicado en todas sus variantes: secuestros y prisiones ilegales,
torturas, vejaciones, violaciones, asesinatos. Miles de brasileños tuvieron sus
derechos políticos suspendidos, otros fueron jubilados del servicio público
(especialmente en universidades) de la noche a la mañana, muchos miles más
tuvieron que exiliarse. En fin, hemos vivido el mismo rosario de violaciones
registradas en casi todas nuestras comarcas.
Se dice, en Brasil, que en 1985 recuperamos la democracia, y
es cierto. Pero, ¿y la memoria? Ah, eso sí que no. Recuperar la memoria
significa revolver ese pasado. Y en ese territorio, mejor no pisar. De todos
los países latinoamericanos que volvieron a la democracia luego de periodos de
dictaduras militares, Brasil es el que menos avanzó en la recuperación de la
memoria, el rescate de la verdad y la aplicación de la justicia. Paraguay, por
ejemplo, que padeció la dictadura de Alfredo Stroessner, especialmente corrupta
y brutal, a lo largo de largos 45 años, llevó otros 14 hasta instalar su
Comisión de la Verdad. Brasil, con una dictadura que duró 21 años, necesitó 28
años para instalar la suya.
En Paraguay, por menores que hayan sido los avances (si
comparamos, por ejemplo, a Argentina o Chile) en restaurar la verdad y castigar
a los culpables de crímenes de lesa humanidad, hay militares y policías
detenidos. En Brasil, ninguno. ¿Por qué? Porque aquí los militares aseguraron
su impunidad. En 1979, en pleno ocaso de la dictadura, fue decretada una ley de
amnistía. Un Congreso maniatado, con mayoría asegurada por el régimen, votó una
ley esdrújula e inmoral. Se dijo en aquella época y se sigue diciendo ahora que
esa norma ha sido fruto de negociaciones entre el sector más liberal de la
dictadura y los sectores más pragmáticos de la oposición. Pero hoy las
condiciones son francamente otras. ¿Por qué persistir en la infamia?
En su periodo presidencial, Fernando Henrique Cardoso,
sociólogo de prestigio, catedrático punido por el régimen, perseguido y
exiliado, decretó leyes que reconocieron la responsabilidad del Estado por
violaciones a derechos humanos. Pidió perdón a las víctimas y abrió procesos
que resultaron en indemnizaciones y restauración de derechos políticos y
civiles. Lula da Silva, sindicalista que se opuso al régimen, perseguido y
detenido por poco más de un mes, quiso instaurar, por decreto, una comisión de
la verdad que tendría por misión investigar los crímenes cometidos por agentes
del Estado durante la dictadura. Enfrentó la durísima oposición de las fuerzas
armadas, que contaron con la complicidad de los sectores civiles que
respaldaron el régimen militar. Volvió atrás, aceptó negociar el texto del
decreto en el Congreso, que lo modificó sustancialmente antes de aprobarlo.
Dilma Rousseff, ex militante que padeció dos años de cárcel con derecho a todas
las violencias propias del régimen de los generales y sus apoyadores civiles, finalmente
instaló la comisión, la cual tiene hasta diciembre para entregar su informe
final con todas las denuncias pertinentes.
Nadie será castigado. Ninguno de los responsables por los
crímenes de lesa humanidad –ni siquiera los que, frente a la comisión,
relataron en detalle las barbaridades que cometieron– será llevado a los
tribunales.
Las fuerzas armadas siguen en su silencio abyecto, cobarde.
Esta semana, entre uno y otro partido del mundial, las tres armas entregaron a
la comisión de la verdad sus respectivos informes oficiales, respondiendo a las
preguntas sobre torturas y asesinatos cometidos en al menos siete centros
operativos bajo su tutela en la dictadura.
La respuesta no podría ser más cínica: dijeron que no había
registro alguno de que en las instalaciones militares hayan sido detectados
indicios de desvío de función. Como hay confesiones de torturadores relatando
en detalle lo que cometieron, se entiende que, al no haber desvío de función,
se preveía formalmente que fuesen utilizadas para la barbarie.
El cinismo cobarde alcanzó su auge en el informe del
ejército, asegurando no haber registro de la creación del Departamento de
Operaciones de Información, quizá el principal y más cruel centro de torturas.
Es decir, si no hay registro de su creación no existió. De nada valen los
testimonios de torturados y, más grave aún, de los mismos torturadores. No se
sabe cómo Brasil cerrará su participación en la copa de futbol. Pero en la copa
de la vergüenza y la cobardía, ya somos campeones.
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