Los gobiernos y las organizaciones supranacionales -militares, económicas y
políticas- a escala global persiguen el control de los recursos, de los
territorios, de los flujos de información, con una actitud cada vez más
autoritaria y militarista.
En un planeta donde la confrontación entre potencias está marcada por un
horizonte multipolar, la competencia entre los Estados y el conflicto entre
intereses imperialistas provocan la multiplicación de las guerras, tanto aquellas
en las que se combate directamente como las que se apoyan de manera indirecta y
no evidente. A las operaciones bélicas se une la intervención económica y
política para la construcción de áreas de influencia cada vez más amplias.
La narración dominante y que se emplea para apoyar los objetivos hegemónicos
es, según los contextos y los momentos, la de la guerra al terror, de la
defensa de la paz, de la estabilidad y del bienestar.
La separación entre guerra y orden público, entre ejército y policía, es cada
vez más fina. La coartada de la salvaguardia de la población civil queda
desmentida por la evidencia de que las principales víctimas y lo principales
blancos de las guerras modernas son precisamente los civiles. Civiles
bombardeados, hambrientos, controlados, interrogados, violados, robados: he
aquí una crónica de guerra cotidiana. Luego llega la
"reconstrucción", la creación de un Estado democrático marioneta de
las tropas ocupantes, la organización de ejército, policía, magistratura leales
a los nuevos amos. Con otros medios, la guerra continúa.
La guerra se convierte en filantropía planetaria, las bombas, la ocupación
militar, las limpiezas son su herramienta. Los militares se convierten en
policías, los policías en militares.
Veinticinco años después de la primera guerra del Golfo, tras otros múltiples
conflictos, todos ellos en nombre de la humanidad y de la justicia, el temor de
que la guerra pudiera llegar hasta nuestras ciudades se ha hecho realidad, si
bien en un modo que nadie antes habría podido prever. Desde las Torres Gemelas
hasta las calles de Londres, París, Madrid, Bruselas, Niza, Múnich, Suruc,
Ankara, la guerra ha llegado a dos pasos de nuestras casas. La convicción de
que la guerra estuviese lejos se ha hecho añicos. Pero los gobiernos siguen
cultivando la ilusión de que sea posible alejarla, cerrando las fronteras,
expulsando a los inmigrantes, cercando los barrios pobres, entregando las
ciudades a los militares, colocando videocámaras y micrófonos por doquier.
Se cancelan nuestras debilitadas libertades. El miedo es un arma poderosa. El
paradigma de guerra de civilización integra, sin sustituirlo, el de la guerra
humanitaria y la noción ambigua de operación policial internacional. El enemigo
absoluto, cuya ferocidad no puede compararse a ninguna otra, justifica que
pueda cometerse cualquier horror para combatirlo y derrotarlo.
El propio enemigo, con una clara operación de propaganda y proselitismo, exhibe
ese vasto muestrario de horrores, que, generalmente, en otras latitudes es cuidadosamente
ocultado y negado.
Nada nuevo en la propaganda de guerra: la democracia encubre y niega los
propios horrores o los describe como excepciones necesarias. El Estado Islámico
prefiere mostrarlos para propagar el terror y hacer proselitismo.
Con maneras de renovada actitud colonialista, nuestros gobernantes justifican
la guerra como elemento preventivo de acciones terroristas y como deber de
ayuda a poblaciones consideradas "constitutivamente" incapaces de
salir del estado de minoría cultural.
La gestión de las emergencias humanitarias causadas por la guerra en las que
participan las fuerzas armadas occidentales es, asimismo, un gran y lucrativo
negocio, además de un extraordinario laboratorio de control de los millones de
personas a las que crisis, guerra y deseo de nueva vida empujan a viajar.
Los especialistas del sector humanitario siguen y a menudo acompañan a las
tropas en misión al extranjero. No son (solo) la cara amable que se muestra a
la opinión pública, sino que forman parte integrante del dispositivo bélico. No
se trata de proseguir la guerra con otros medios, sino de la guerra con todos
los medios necesarios.
El paradigma de la "guerra al terror" del que derivan legislaciones y
prácticas de emergencia y el consiguiente estado de excepción, más o menos
permanente, pretende imponer una mayor disciplina a los dominados, más que
defenderlos de cualquier enemigo exterior, y ha servido, en Afganistán y en
Iraq, para cubrir una operación depredadora imperialista, destinada a conseguir
un mayor control de los recursos energéticos. El miedo, el terror, la guerra
pueden realzarse. El mercado de la vigilancia de masas, el sector de la defensa
privada, de la logística bélica, no han dejado de incrementarse desde el ya
lejano 2001.
Por doquier los gobiernos aumentan el gasto militar, la producción bélica y
refuerzan sus propios poderes, los del ejército y los de la policía. Se ha
visto claramente y de modo brutal tras el fallido golpe de Estado en Turquía y
antes de las Olimpiadas en Brasil, así como en el México de las luchas de los
enseñantes. Lo mismo ha ocurrido en muchos otros países europeos. En Francia,
el estado de excepción ha servido para golpear a quienes luchaban contra la
nueva legislación laboral.
Las leyes contra el terrorismo, el fortalecimiento de los ejecutivos, la
limitación de la libertad de manifestación, la proclamación del estado de
excepción, tratan de reprimir cualquier forma de oposición política y social y
de imponer la disciplina a los proletarios, en particular a los inmigrantes,
fomentando así la guerra entre los pobres y nutriendo la división entre
trabajadores europeos y trabajadores inmigrados.
Las raíces de la guerra están a dos pasos de nuestras casas: son bases
militares, fábricas de armas, fronteras cerradas, muros y alambradas.
Intervenir es posible, intervenir es necesario.
Debemos abolir las fronteras, acabar con la lógica de la explotación, romper el
cerco del miedo, oponernos a la guerra y al militarismo, mediante el apoyo
mutuo y la acción directa.
Nos impulsa le conciencia de que el mundo en el que nos vemos forzados a vivir
es intolerable. Lo que hace cada vez más fuerte una urgencia: la de la
anarquía.
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