1. Introducción
Uno de los debates más controvertidos de la teoría jurídica
clásica y de la moderna es el de la entidad del delito y de la naturaleza de la
pena. Definir lo que se entiende por delito y manifestar cuál es el carácter de
la pena es una cuestión que va de la mano de la concepción misma del Estado. Es
así que, mientras la tradición liberal clásica entiende al orden jurídico
punitivo en consonancia con la existencia de un Estado funcional al
mantenimiento de cierto “orden” social, la tradición anarquista concebirá a la
normativa coercitiva del derecho penal como una de las manifestaciones más
nefastas del Estado y destinada a desaparecer con él.
Más aún, para los anarquistas el ordenamiento penal no hace
otra cosa que incorporar a la vida social una instancia de ruptura de la
dignidad humana y des-solidarización mayor. La represión policial y judicial
genera en la sociedad males mayores que los causados por el delito, y es a
causa de sus efectos, generadora de grandes injusticias y de opresión 1.
En lo que sigue, se pretende explorar, sin
pretensiones de agotarlas, algunas de las ideas centrales de ciertos exponentes
de la llamada teoría anarquista en relación con la entidad de las figuras
jurídicas del delito y de la pena. Se buscará abarcar lo que podría ser una
descripción crítica de los sistemas penales modernos, y en especial de la
prisión. En relación con la teoría anarquista, este trabajo se centrará
principalmente en la visión de Piotr Kropotkin, quien describiera, en su texto
Las prisiones, hacia fines del siglo xix, el sistema penitenciario europeo,
especialmente la prisión francesa de Clairvaux. Sobre este último punto serán
de oportuna inclusión y comparación algunas de las ideas descriptas en el siglo
xx por el francés Michel Foucault al referirse al sistema penal moderno en su
obra Vigilar y castigar de 1975.
2. El delito
“…Todos los ilegalismos que el tribunal codifica como
infracciones, el acusado los reformuló como la afirmación de una fuerza viva:
la ausencia de hábitat como vagabundeo, la ausencia de amo como autonomía, la
ausencia de empleo del tiempo como plenitud de los días y de las noches”2
.
Hablar de delito implica hablar antes de ley. No hay delito
sin ley previa que haya sido quebrantada, ley emanada de un Estado que se defi
ne por el monopolio de la coerción que le permite imponer un orden jurídico
determinado. En esta línea, una de las cuestiones que más ha interesado a la
literatura jurídica, especialmente a sus vertientes sociológicas, ha sido la
cuestión de los motivos que llevan al hombre a delinquir. Muchas –y de las más
variadas implicancias– han sido las respuestas.
Desde el anarquismo, y en
consonancia con los postulados generales básicos de su concepción sobre la
propiedad y el Estado, se ha dado una respuesta muy contundente sobre el origen
de la delincuencia. Las causas del delito no las debemos buscar en el individuo
que comete un delito sino en la sociedad. Es la sociedad y su sistema
capitalista y excluyente el que genera el quiebre social necesario para que alguien
delinca. La mayoría de los delitos está constituida por delitos contra la
propiedad; en una sociedad anarquista, donde la propiedad privada no existiera,
tampoco existiría ese tipo de delitos. Siendo para el anarquismo que el hombre
es resultado del medio en el que crece3 , sólo cambiando a este último es que
el delito puede ser prevenido. Esta última afi rmación pretende acabar con las
posturas conservadoras que prefi eren encontrar las causas del delito en
cualquier otro lado. Una de las más conocidas es la teoría positivista del
italiano Ezechia Marco Lombroso (más conocido como Cesare Lombroso), que cree
ver las causas de la criminalidad en la conformación física de los individuos
4. Piotr Kropotkin, en Las prisiones, lo critica cuando aquél afi rma que la
sociedad debe tomar medidas frente a quienes presentan los “signos físicos” de
la delincuencia. Es posible –dirá– que las enfermedades favorezcan la tendencia
hacia el crimen, pero de ninguna manera podemos inferir de ello que sean la
causa de los mismos: “La sociedad no tiene ningún derecho que le permita
exterminar a los que cuentan con un cerebro enfermo ni reducir a prisión a los
que tengan los brazos algo más largos de lo ordinario”5.
De esta manera, las causas fisiológicas, si bien podrían llegar
a contribuir, no pueden ser causa determinante de los hechos de quien delinque.
No son causa de criminalidad. La causa la encontramos en el seno mismo de la
sociedad, en la lógica competitiva que premia a los que han salido airosos de
ese enfrentamiento social 6 . Desde una versión libertaria, podemos decir que
el quiebre en la solidaridad social, que provoca una reacción anómica en gran
parte de los marginados sociales, es producto puro del individualismo
propietario característico de la sociedad moderna. El crimen es fruto de una
determinada relación de clases, no es algo inherente a la condición humana.
Tampoco puede escapar a la razón –no sólo anarquista– que la mayor parte de los
delincuentes provengan de un determinado sector social:
“…El crimen no es una virtualidad que el interés o las
pasiones hayan inscripto en el corazón de todos los hombres, sino la obra casi
exclusiva de determinada clase social; que los criminales, que en otro tiempo
se encontraban en todas las clases sociales, salen ahora casi todos, de la
última fila del orden social”7 .
Podríamos preguntarnos acaso si la opulencia exuberante que
convive con la pobreza de manera cotidiana en nuestras ciudades no es causa
suficientemente generadora de la violencia y quebrantamiento social. Kropotkin
lo explica de manera muy gráfica cuando dice:
“De año en año millares de niños crecen en la suciedad moral
y material de nuestras ciudades, entre una población desmoralizada por la vida
al día, frente a podredumbres y holganza, junto a la lujuria que inunda
nuestras grandes poblaciones. No saben lo que es la casa paterna: su casa es
hoy una covacha, la calle mañana. Entran en la vida sin conocer un empleo
razonable de sus juveniles fuerzas. El hijo del salvaje aprende a cazar al lado
de su padre; su hija aprende a mantener en orden la mísera cabaña. Nada de esto
hay para el hijo del proletario que vive en el arroyo. Por la mañana el padre y
la madre salen de la covacha en busca de trabajo. El niño queda en la calle; no
aprende ningún ofi cio, y si va a la escuela, en ella no le enseñan nada útil.
No está mal que los que habitan en buenas casas, en palacios, griten contra la
embriaguez. Mas yo les diría: Si vuestros hijos, señores, crecieran en las
circunstancias que rodean al hijo del pobre, ¡cuántos de ellos no sabrían salir
de la taberna!”8 .
Lo asombroso sería entonces que no existiera una cantidad
mayor aún de crímenes en estas condiciones de inequidad. Desde este punto de
vista, no debemos sorprendernos del crecimiento de la criminalidad sino asombrarnos
de que aún queden visos de humanidad entre nosotros 9 .
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