La escalada de violencia en el conflicto del gobierno
progresista con las cooperativas mineras es una lección dura; pero, en todo
caso una lección[1]. La muerte de tres mineros cooperativistas y el asesinato
del Viceministro de Gobierno, de Régimen Interior, Rodolfo Illanes, en el
conflicto reanudado, después que el gobierno promulga la ley sobre la
sindicalización en las cooperativas, son indicadores del desborde de la
violencia, tanto del Estado como la de los bloqueadores. Ciertamente el
asesinato del viceministro descalifica la demanda de los cooperativistas
mineros; es más, convierte a la demanda en objetivo gremial, que se coloca por
encima de la vida. El gobierno increpa a los cooperativistas mineros, los acusa
de conspirar con la “derecha” contra la autoridad legítimamente constituida,
incluso contra el Estado, al estar en connivencia con las empresas
trasnacionales; además de tener contratos con las empresas privadas a quienes
les entregan los minerales que extraen. Esto último, ¿acaso no lo sabían, cuando
fueron los cooperativistas sus aliados, conformando un Pacto de Unidad chuto,
sin las organizaciones indígenas, que fueron separadas, incluso destruidas? Por
qué recién sacan a luz una evidencia sabida por muchos, por lo menos, por los
que se hallan vinculados a la minería, de una u otra manera.
Lo que ha cambiado es la coyuntura económica, por así
decirlo, bajaron los precios de las materias primas; en el caso de la minería,
de una manera estrepitosa, también de los hidrocarburos. En las condiciones de
bonanza económica, solo teniendo en cuenta los altos precios de los minerales,
en la coyuntura anterior, había holgura como para poder beneficiarse con los
ingresos provenientes de la minería; tanto en la condición de asociados
cooperativistas, como en la condición de Estado, debido a las regalías, considerando
también a los gobiernos departamentales mineros. Aunque el porcentaje de las
regalías es bajo, como en el periodo neoliberal, de todas maneras, los
gobiernos departamentales y el gobierno central se sentían satisfechos. A pesar
que la mayor parte de la torta se llevan las empresas extractivistas
trasnacionales.
En la coyuntura de baja de los precios de la materias
primas, coyuntura de crisis económica, la alianza entre gobierno populista y
cooperativas mineras entró en conflicto; se fisuró, para llegar hasta
quebrarse. Gobierno y cooperativistas mineros están enfrentados en una batalla
por el control de los yacimientos minerales. De hecho los cooperativistas
controlan el 27% de la explotación minera, en tanto que la empresa pública sólo
controla el 3%; en cambio las empresas privadas, principalmente
transnacionales, controlan el 27%. Los cooperativistas ganaron muchas
concesiones de parte del gobierno, sobre todo, en espacios fiscales, que eran
destinados a COMIBOL; además de excepciones en regalías, tributos e impuestos.
Están exentos de muchos de ellos. Por otra parte, la Ley Minera, a pesar de lo
que dicen los cooperativistas, que quieren más, abre la norma a mayores
concesiones a las empresas privadas, a las que, efectivamente, en la práctica,
pertenecen las denominadas cooperativas mineras. Hay más beneficios, tanto en
lo que respecta a su efecto de irradiación respecto a los espacios aledaños a
las concesiones, así también como el uso gratuito del agua. Se soslaya en dicha
Ley que las llamadas “cooperativas mineras” no lo son, pues se trata de
asociados “cooperativos”, que contratan como patrones trabajadores a destajo.
¿Cuál es el problema de fondo? ¿Qué dos aliados rompan,
quiebren la alianza? ¿Qué la crisis económica de la baja de los precios los
haya llevado a la pugna? ¿Crisis del modelo extractivista colonial del
capitalismo dependiente? ¿El desborde de la violencia que ya ha llegado a la
forma de asesinato? ¿El desprecio a la vida y poner encima de ella los
intereses gremiales y también del Estado? Quizás el problema más preocupante,
por no decir, angustiante o desmoralizante, sea que la sociedad no sea capaz de
leer los signos de los eventos dramáticos; que se adhiera, por costumbre, a las
sandeces que dicen los medios de comunicación, a las tristes y elementales
argumentaciones de los políticos, sean oficialistas o de oposición. Que no sea
auténtica, que no sea sociedad alterativa, que se encuentre atrapada en la
camisa de fuerzas de la sociedad institucionalizada. Que no sea capaz de hacer
uso crítico de la razón.
El asesinato del viceministro de gobierno y las tres muertes
de los mineros cooperativistas, ocasionados por francotiradores de la policía,
son síntomas del desborde de violencia a donde ya hemos llegado. Estas muertes,
la forma de su acaecimiento, abren la etapa de lo que viene; lo que viene es el
despliegue descarnada de violencias más crueles.
La responsabilidad en este asunto, en el desborde de la
violencia, corresponde tanto al gobierno como a las cooperativas mineras. El Estado
es violencia concentrada y violencia condensada, aunque la denominen, en la
teoría crítica, monopolio de la violencia legítima, no dejan de ser eso,
violencia. El tema es que esta violencia ya ha llegado al umbral y ha cruzado
el límite, cuando ya se ingresa a otros agenciamientos. Les ocurre a las
sociedades institucionalizadas cuando se dejan llevar por la “ideologías”, en
su peor versión, por discursos elementales y miserables, sectoriales o
estatales. Lo que pasa es eso, lo que se ha vuelto una constante en las
historias políticas de la modernidad. El enemigo, aunque sea circunstancial, es
demonizado, convertido en un monstruo, para justificar su asesinato. La
política se vuelve una religión, el esquematismo político de amigo/enemigo se
convierte en el esquematismo religioso de fiel/infiel.
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