Este es uno de esos momentos en los que dan ganas de que
Marx todavía estuviera vivo para analizar lo que se está viviendo en EEUU.
Seguramente, escribiría algo de la magnitud del “18 Brumario”, porque lo que
estamos viviendo hoy es uno de esos momentos paradójicos de la historia: la
lucha de clases ha vuelto al centro de la política norteamericana de la mano de
un multimillonario. Donald Trump, el millonario excéntrico al que se opuso todo
el establecimiento de EEUU –sus medios de comunicación de masas que no pararon
de burlarse de su pelo y sus expresiones, sus grandes capitales, los líderes de
los partidos republicano y demócrata-, el forastero en asuntos de política,
desplazó a la que era la favorita de todos los sectores del poder. Un hijo
descarriado del establecimiento, terminó canalizando en la votación el profundo
malestar que hay con el sistema en los EEUU.
Los Clinton representaban al establecimiento, por eso es que
la familia Bush los apoyaba y por eso es que, veladamente, el liderazgo
republicano esperaba que Clinton ganara. El triunfo de Trump, en cierta
medida, es la primera gran grieta en el orden bipartidista de los EEUU y
eso no es nada menor. Me alegro que Clinton haya perdido… el problema es que
Trump es un representante de esa clase capitalista especuladora, un misógino y
un xenófobo. Pero Clinton, aunque esos liberales de alcurnia nos quieran hace creer
lo contrario, no era una beata progresista: defendió los abusos sexuales de su
marido y atacó a sus víctimas, a la vez que también apoyó a su momento la
construcción del muro con México. Aparte del hecho que era mujer, no tenía
mucho más de “progre” que ofrecer, y como lo demuestra Margaret Thatcher, eso
no garantizaba nada. Como tampoco el hecho de que Obama fuera negro impidió que
los afroamericanos hoy estén pasando uno de los períodos de mayor represión y
violencia en la historia reciente de los EEUU. Acá no había ningún santo
y sí dos pecadores.
Enorme bofetada recibieron estos liberales de alcurnia y
progres del jet-set, que con su típico esnobismo despreciaban a esa “basura
blanca” (White trash), a ese populacho (rednecks), que creían inferior, carente
de su sofisticación y de su progresismo de fachada. Su arrogancia al referirse
a sus adversarios políticos y su clasismo elitista eran francamente
insultantes. A ver cuántos de esos insoportables cumplen sus amenazas de irse a
vivir a otro país. Ese desprecio es global, como lo refleja con aire señorial
una columna del colombiano Antonio Caballero, que acusa la soberbia del
aristócrata cachaco con varios presidentes en su linaje familiar: “Trump les
gusta a millones de personas, mujeres y hombres: los que lo han llevado a ganar
la candidatura republicana. Les gusta porque es como todos ellos. Piensa como
ellos, actúa como ellos, habla el mismo lenguaje que hablan ellos.”[1]
Paradójicamente Trump, el millonario que viene de las mismas
entrañas del establecimiento, terminó hablando y representando a ese populacho
despreciado por las elites. Hillary Clinton los trató de “deplorables” y
con ello logró darles inmediatamente un sentido de identidad, por oposición:
“ellos”, los profesionales cosmopolitas, y “nosotros”, los jodidos que nos
hemos quedado sin trabajo y que hemos visto al “sueño americano” convertirse en
una pesadilla. Incluso, el eco que tuvo entre los seguidores de Trump sus
palabras advirtiendo que las elecciones podrían estar manchadas por el fraude,
demuestran que la fe de estos “deplorables” en las sacrosantas instituciones de
la democracia (supuestamente) “más avanzada del mundo”, está por el suelo.
Donald Trump supo canalizar este descontento, tarea que tuvo fácil por la
debilidad de las alternativas de izquierda en EEUU y emergió como una sombra
distorsionada y deforme de la lucha de clases que los intelectuales a sueldo
han querido sepultar, pero que carcome las entrañas de ese país.
El triunfo de Trump refleja no solamente el malestar
que recorre a la sociedad norteamericana, sino que también la internalización
de los valores neoliberales en una población que no tiene alternativas de
izquierda a la mano. En todo el mundo vemos empresarios saltar a la política,
con el discurso de que se necesita un manager en el Estado, alguien que, si se
hizo rico, podrá hacer rico a nuestro país, o como decía la campaña de Trump,
que volverá a hacer a EEUU grande de nuevo. El problema es que no entienden que
la lógica del enriquecimiento privado es inversamente proporcional a la lógica
de la cosa pública.
Lo impagable de todo esto es que por fin los Clinton
han terminado de convertirse en cadáveres políticos. Una pareja que han sido de
los más destructivos en la historia del imperialismo de EEUU –sino, que le
pregunten a Haití, Siria, Libia e Irak (que Clinton destruyó con sanciones
económicas mucho antes de la invasión de Bush), todos países los cuales los Clinton
fueron directamente responsables de sumir en el caos y la destrucción más
absoluta. Clinton, desde el punto de vista de su política internacional, es una
halcón que ha activamente promovido el intervencionismo militar en todo el
mundo: ni había ganado las elecciones y su lenguaje beligerante indicaba que
una política clave de su gobierno sería escalar la confrontación con Rusia.
Desde luego que Trump no hará nada radicalmente diferente a
lo que Clinton podría haber hecho, aunque probablemente no tendrá su mismo celo
y fanatismo de halcón. La política norteamericana no la define un presidente,
sino los intereses corporativos del bloque dominante, el cual pese al remezón,
siguen intactos. Eso ya lo demostró Obama con el escalamiento de una agresiva política
militar internacional, aun después de sus promesas electorales de desescalar
las aventuras militares de Bush. Se ganó el premio Nobel de la paz y hoy son de
los mejores amigos con Bush, el carnicero del Medio Oriente.
Trump es el síntoma, pero claramente no es la cura para
esa profunda crisis que atraviesa a la sociedad norteamericana. Esos
“deplorables” que pusieron su fe en Trump se verán pronto desilusionados y
enfrentados a la triste realidad. Tendrán por delante dos opciones: volver a
participar ritualmente en la fábrica de las ilusiones político-electorales en
el 2020, o bien organizarse y comenzar a defender activa y colectivamente sus
derechos. Porque si no lo hacen ellos, no lo hará nadie.
José Antonio Gutiérrez D.
9 de Noviembre, 2016
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