El día 6 de Noviembre se ha anunciado desde La Habana un
acuerdo fundamental -aunque provisional- en torno a la cuestión de la
participación política, un tema espinoso en los diálogos de paz entre las
FARC-EP y el Estado colombiano[1]. Falta mucho que cortar,
clarificar, concretizar, pero la mesa de negociaciones puede mostrar algunos
avances. Aunque, como todos sabemos, nada está acordado hasta que todo esté
acordado. Cada vez la caverna uribista queda más aislada. Desde sus obscuras profundidades,
gruñen y amenazan, con mucha violencia y poca inteligencia, para excitar los
miedos, complejos, inseguridades y prejuicios en el subconsciente de las clases
medias urbanas. No tienen absolutamente nada más que ofrecer al pueblo
colombiano que promesas de más circo romano: tripas, cabezas rodando, cadáveres
sanguinolentos en los horarios estelares de la televisión.
Por diversas razones, casi todo el resto del espectro
político muestra optimismo. Con aires de sapiencia, nos dice un opinólogo que
con este acuerdo “un grupo armado marxista-leninista acepta los principios de
la democracia liberal. No es poca cosa”[2]. ¡Qué poco sabe del
marxismo-leninismo este doctor en ciencias políticas! La valoración de la
democracia liberal tiene una larga tradición en el marxismo-leninismo, desde
las diversas teorías de la “fase de transición” hasta los “frentes populares”
para derrotar al fascismo[3].
Lo que realmente no es poca cosa es que la oligarquía
colombiana, tan acostumbrada a dominar mediante el uso y abuso de la fuerza,
del estado de excepción o ahora de la emergencia social, del terrorismo estatal
y la guerra sucia, de la eliminación física de la oposición, adhiera a un
concepto de democracia liberal. Eso sí que es novedoso. No es casual que el
modelo político colombiano, formalmente sea tan difícil de describir. El padre
Javier Giraldo, que no tiene pelos en la lengua, la ha definido como una
“democradura” o, de manera más exacta, como “esta democracia genocida”[4]… Con perspectiva
sociológica, Antonio García la ha descrito con sobrada elocuencia:
"La experiencia histórica de Colombia rectifica la generalizada
creencia de que el absolutismo político sólo existe en aquellos países donde se
han instalado cínicamente gobiernos de fuerza y no puede funcionar en un
sistema de legalidad. En realidad, el absolutismo político nunca ha aparecido
en la historia como una carencia absoluta de legalidad, sino como un sistema
que es capaz de crear, a su arbitrio, su propia y acomodaticia legalidad”[5].
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